Treinta balas

Treinta balas

En la escritura de María Angélica Aparicio P cae esta vez la italiana Sonia Maino para protagonizar una historia llena de amor, sangre, dolor y ecuanimidad. ¡Tú no puedes perdértela!

Imagen de portada: Entre las características de la India —olores fuertes, combinación de vestidos en tonos vistosos y claros— se acostumbró a vivir la italiana Sonia Maino, quien se casó con Rajiv Gandhi, hijo de Indira. El mundo se le vino abajo cuando mataron a su esposo, siete años después de que la primera ministra fuera asesinada. Superó el dolor y Sonia se quedó en India.

¡Y se quedó en la India…!

Por María Angélica Aparicio P.

Sonia Maino y Rajiv Gandhi: Italia e India, juntos por amor.

Hay una mezcla de olores fuertes, también una combinación de vestidos en tonos vistosos y claros. Hay mujeres envueltas en sus túnicas tradicionales, niños descalzos, hombres con turbantes sentados en los bordes de las aceras, baile y música. Es el retrato más fresco y vivo de la India actual. La India que ha sido plasmada en libros ilustrativos, novelas y fotografías. Es un país que florece, marcado por sus grandes diferencias.

A este país de rostros oscuros y labios alegres; de palacios, jardines y tumbas, llegó un día Sonia Maino. Sonia era una bonita italiana que había nacido en un mes de diciembre en Orbassano —municipio de Turín, norte de Italia—; crecía al lado de sus hermanas, Ana y Nadia, en una familia de creencias católicas y de clase trabajadora.

Sonia ingresó a un internado de monjas para realizar sus estudios escolares. Aquí descubrió que los idiomas se le facilitaban tanto que podía ser políglota. Se animó. Comenzó a soñar con subirse a un avión y ser la azafata inteligente, con dominio del inglés y el italiano, la chica encantadora del grupo de tripulantes a bordo. Finalmente, viajó a Cambridge para perfeccionar su inglés. Sus profesoras la sumergieron en otros idiomas como el español y el francés. Su estadía le alcanzó para mejorar los conocimientos que ya tenía de la lengua rusa.

La Sonia de grandes ojos, preciosa y desenvuelta, nunca imaginó que en Inglaterra conocería a un estudiante de ingeniería, cortés y educado. Era un galán indio de profundos ojos cafés y barbilla partida, que tenía por nombre Rajiv Gandhi. Rajiv era un muchacho alto, acuerpado, de cejas muy pobladas. La piel achocolatada que lo cubría, atraía como moscas a las adolescentes de los años sesenta. Se robaba las miradas del género femenino que deambulaban por la ciudad universitaria de Cambridge.

En Orbassano, Italia, naci´Sonia.

Rajiv y Sonia cruzaron sus primeras palabras. Él supo que a ella le encantaba leer y que, por ahora, quería vivir una vida de situaciones simples. Ella se enteró de que él pertenecía a la aristocracia india y que era el nieto de Jawaharlal Nehru. De ahí en adelante, uno tuvo que ver en la vida del otro, como los componentes que necesita un reloj para funcionar. Se casaron en Nueva Delhi, capital de la India, en 1968, tras completar tres años de noviazgo.

Sonia aterrizó en la India sin haber vivido jamás en esa mezcla de túnicas coloridas, de sandalias planas, turbantes blancos, vacas sagradas, hambre en las calles, pobreza extrema. Pero se acomodó. Y se acomodó tan rápido como los ratones que suelen correr —todavía— por las callejuelas de Nueva Delhi. No se escandalizó con los pobres. Tampoco gritó. Usó su inteligencia para conocer la cultura, la religión, su historia, el idioma, la arquitectura, los problemas comunes de la gente. No se cruzó de brazos para vivir holgadamente.

Sonia conoció a Indira Gandhi días después de su aterrizaje en la India. Indira era, en aquel momento, la dama de oro de su país, la mujer más influyente, el rubí de la sociedad, pero también, era la madre de su adorado Rajiv. Se acercó a su suegra en los mejores términos, consolidándose una cercanía que nunca desapareció, ni en los momentos de mayor peligro. Juntas libraron intensas conversaciones bajo la luz nocturna, sobre política, el hogar, los hijos. Indira formó a Sonia, y Sonia supo escuchar la profunda sabiduría de esta mujer que, para muchos, era insustituible.

Indira Gandhi.

En 1984, dos guardias acabaron con Indira tras dispararle treinta balas en el cuerpo. ¡Treinta! Ni siquiera bastaron dos. Una ráfaga de balas le cayeron como el agua que se riega encima de las plantas. Entonces Indira se había convertido en la Primera Ministra de la India, había enviudado, le quedaban dos hijos varones que podían continuar su carrera el día que no estuviera entre los vivos. Y le tocó a Rajiv, para entonces un hombre culto, sano, que llevaba algunos años ayudando a Indira en los asuntos políticos. Rajiv asumió el poder el mismo día en que falleció su madre.

Siete años después, mataron a Rajiv. El mundo de Sonia se vino abajo como las paredes que se caen al detonar una bomba. Su suegra y su marido ya no estaban. La situación política, interna, parecía un caldero: hervían los vaivenes, la incertidumbre, la inseguridad. Los políticos amigos de su extinto esposo, rodearon a Sonia, y éstos, activos como siempre, la convencieron de permanecer en las filas del Congreso Nacional Indio —partido político donde ya militaba— hasta asumir la presidencia del mismo. Parecía un cuento de hadas. La italiana que soñaba con ser una simpática azafata, ¿lideraba un partido político en la difícil India? Pronto descubrió que podía ser “tan política” como su adorada suegra, y se mantuvo como jefa de esta importante organización.

Sonia había luchado tanto por abrirse un espacio en aquél inmenso país, que en 1999 miró las posibilidades para presentarse a las elecciones generales. Con su coraje, con su empuje, con el respeto que sentía por aquella burbujeante sociedad, fue elegida como primera ministra de la India, cargo que, de manera enfática, nunca aceptó. Se quedó en la India, liderando el Congreso Nacional Indio hasta hace dos años.