Cristóbal Colón, impulsado por su fe y sueños, divisó un mundo nuevo y cambiando la historia con un grito: ‘¡Tierra!’. Un relato de épica y misterio, por Alfonso Noguera Aarón.

CRÓNICA HISTÓRICA
El descubrimiento de América

Del libro:
Crónicas y Ensayos
Autor:
Alfonso Noguera Aarón
Creación:
Octubre de 2022
«Allende el trópico de Capricornio
se encuentra la morada más hermosa,
pues es la parte más alta y noble del mundo.
Es decir, es el paraíso terrenal»: Cristóbal Colón.
Esta expresión, magnificada en el centro del diario original del gran almirante genovés, está empotrada en letras de bronce en el Monumento al Descubrimiento, en Madrid, capital de España. Se deducirá de ello cuánto impactaría a Colón la fabulosa belleza de nuestras tierras, aunque el genial navegante italiano jamás cruzó el trópico de Capricornio, delineado finalmente en el Tratado de Tordesillas (1.493) entre Juan II de Portugal y Los Reyes Católicos de España. Pero echemos un vistazo al pasado para revisar algunos eventos que a veces la historia olvida.

Empecemos por el principio. El Diario del almirante Colón lo reconstruyó para esas calendas de finales del siglo XV fray Bartolomé de las Casas y donde con profundo respeto y gran interés apreciamos las inquietudes que el intrépido genovés le exponía a los Reyes de España (don Fernando de Aragón e Isabel de Castilla). De Cristóbal Colón se acepta que nació en Génova (Italia) en el año de 1451, pese a los controvertidos argumentos de Ulloa y García de la Riela de su origen catalán o gallego. Fue a la Universidad de Pavía, pero fue el mar su destino, su gloria y también su pesar.
A decir verdad, al atardecer del día 11 de octubre de 1492, don Rodrigo Triana desde lo alto del mástil de La niña, que por ser la más liviana y veloz de las tres carabelas, iba adelante con Colón y su comandancia mayor, ahogó en su garganta el grito de ¡Tierra!, porque la noche inminente y las brumas de la distancia disiparon la certeza de haberla divisado. Y no gritó, pero estaba seguro de estarla viendo. Por ello bajó y jubiloso le comunicó en secreto al almirante Colón y a don Pedro Gutiérrez, reportero de los estrados del Rey y conjuntamente vieron entre la brumosa lejanía otoñal del ocaso, la silueta de los árboles y las palmeras, y más tarde, ya entre el dormido horizonte de la noche, una lumbre que jugueteaba en la distancia. Durante ese día y algunos anteriores habían visto ramas, juncos y gaviotas en cantidades crecientes, que avivaban sus esperanzas de llegar a tierra.
El júbilo se rompió cuando llegó el Veedor del Rey, don Rodrigo Sánchez, y dijo que eso era un espejismo más del penoso viaje y sugirió ir a dormir y continuar a la buena de Dios. Entonces Colón y el vigía Triana, convencidos ya de haber visto la tierra, acordaron aplazar el grito para el amanecer. En efecto, fue a las dos de la madrugada del viernes 12 de octubre del año del Señor de 1492, ya casi ante el rumor del oleaje sobre la playa y las luces que garabateaban entre las tinieblas de la noche, cuando esta vez el grito despertó al Veedor del Rey. Entonces se partió en dos la historia humana y se proyectó hacia los siglos en una infernal Babel de nadie: «¡Tierra… Tierra!». Era el principio del final. La esfera del mundo empezó a girar en la mente humana. Aquel grito fue como el clarín de un coloso en el silencio del tiempo. Las murallas de Jericó se levantaron al grito de «¡Tierra…Tierra!».

Ahí cambió la historia de este planeta. Los milenios se despedazaron entre el grito y, en adelante, las manecillas del reloj habrían de enrumbarse sin timonel entre la audacia y la locura. Con las primeras claridades del 12 de octubre, vieron allí mismo en la playa a una multitud de hombres, mujeres y niños que los habían estado estudiando con creciente interés durante toda la noche, festejando su llegada con danzas y fuegos pirotécnicos. De manera que ante la vieja pregunta de siempre, ¿Quién descubrió a América?, hay que seguir contestando: Los indios, nuestros dignos y legítimos aborígenes, pues avistaron primero a los extraviados foráneos que llegaron de ultramar.
Aunque realmente partieron del puerto Palos de Moguer, hoy municipio de la provincia andaluza de Huelva, el día 3 de agosto de 1492, llegando primero a las Canarias, el viaje a través del Océano Atlántico duró 36 días, desde estas islas españolas hasta Guanahní, llamada desde entonces por Colón, San Salvador, ya que ante las vicisitudes del dilatado viaje lo salvó de un motín a bordo, inminente linchamiento y el escarnio ante la historia. Es de recordar que en la noche del 6 al 7 de octubre hubo un gran motín a bordo de la ‘Santa María’ y que fue conjurado gracias a la persuasiva intervención de los hermanos Pinzón, pero ellos mismos y toda la tripulación, en vista de los indecibles sufrimientos del tormentoso viaje, la noche del 10 de octubre, pactaron perentoriamente con Colón y sus hermanos (Diego y Bartolomé), que navegarían sólo tres días más, y si no encontraban tierra alguna, regresaban a España. Pero no hizo falta. Alea jacta est, dijo César ante el río Rubicón. La suerte está echada: «¡Tierra…Tierra!». Habían llegado a una isla de este otro mundo. Los ingleses la denominaron después Isla Watlin, casi en pleno trópico de Cáncer, una de las Bahamas o Lucayas, y es en esa latitud, la más próxima de España hacia acá. Hoy se llama San Salvador, milagro bendito del mar.
Luego de un viaje repleto de riesgos y anécdotas y gracias al ingenuo error de Colón que creía al mundo más pequeño (30.000 kilómetros de perímetro, cuando en realidad son 40.000 en el Ecuador) por fin tocó tierra creyendo que había llegado a Catay o Cipango —China o Japón, según Marco Polo— y habría de morir, en Valladolid el 20 de mayo de 1506, convencido de ello, incluso después de tres épicos viajes más. Pero, ¿a cuenta de qué la historia se desatina?, si bien era sabido ya en la época de Colón que Erick ‘El rojo’ , colonizador noruego, hacía 500 años, había explorado con su hijo y sus huestes a las costas de Groenlandia (país verde). Sabido era, incluso, que habían arribado a las costas de la península canadienses de El Labrador y habían fundado obispado en Godtjaab en 982 de la era cristiana. Pero los rigores glaciales del Ártico, los fieros nativos del Canadá y el ingrato dictamen de la historia, le negaron al avezado navegante nórdico lo que le prohijó con creces al gallardo genovés, sin advertir éste la proeza histórica que había conquistado y saldada luego con envidia, traición y mentira, engendros malditos, inherentes de la tierra.

Sin embargo, Colón, en sus cartas de propuestas a los Reyes Católicos, previos a la Capitulación de Santa Fe, que fue el contrato que estipulaba las condiciones del viaje, se ufanaba de haber navegado el Mar del Norte hasta Groenlandia y parece que aún sabía más de lo que decía, porque ya de antemano daba por hecho que él sería el gobernador de las tierras descubiertas, e incluso habló del dividendo alícuoto del botín obtenido. ¿Por qué tanta seguridad en lo que vendría? ¿Acaso un prodigio mental? ¿Un genio del cálculo o una revelación mística extra racional? Lo cierto fue que, pese a los contundentes favores del prior del monasterio de la Rábida, el fraile Juan Pérez, sólo la explicitud de la evidencia podía persuadir al rey Fernando de Aragón retomar una empresa que, por cierto, ya el rey de Portugal y el de Inglaterra habían descartado por desquiciada.
Después de consumada la epopeya, la hipótesis más aceptable en la época de Colón fue que contó con los manuscritos de su yerno Perestrello, gobernador de la isla de Porto Santo, en las Madeiras portuguesas, donde el genovés se había casado con Felipa Moñiz (1480) y trabajaba como navegante comercial viajando hasta Lisboa. De esta unión nació su hijo Diego, futuro Virrey de las Indias y protagonista de los famosos Pleitos Colombinos, que devolvieron a la familia Colón la dignidad y las riquezas perdidas. Cuenta la historia en dicha isla, que hacía muchos años, unos comerciantes españoles fueron arrastrados por los vientos y las corrientes, por los mismos meses que zarpó Colón, hasta el Mar de las Antillas; y luego, volvieron a Portugal entregándole los manuscritos a Perestrello, quien a su vez se los facilitó a Colón en Porto Santo. Allí, entre el tumultuoso oleaje de los riscos y frente al Océano Tenebroso, el osado navegante genovés conoció los fantásticos relatos de las fabulosas tierras de poniente. Allí, quizá, lucubró la inmortal empresa que después lo glorificó. La hipótesis de Porto Santo es razonable, pero preñada de evidentes iberismos que reclaman la paternidad española del Descubrimiento, dado que Colón era italiano. Pero el genovés iba casi a la segura. ¿Acaso fueron los cómputos del cartógrafo florentino Pablo Toscanelli quien lo alentó a cruzar el charco? ¿Fue un logro más de la obstinación? De todos modos, Colón tenía una fe en su épica empresa que rayaba en la certeza. Estaba seguro que allende el Atlántico había tierra grande y sobre todo rica.
¿Cómo lo sabía? Vaya enigma grande el de la historia, pero lo cierto fue que, durante la construcción de las carabelas en Palos de Moguer, y aún durante el viaje, en todas las discusiones y refriegas que tuvo con los hermanos Pinzón, coempresarios ante el Rey, salió airoso como quien señala un mapa. Afirmar que tras del Atlántico hubiera tierras, en una época en que ni siquiera se había dilucidado a ciencias ciertas la redondez de la tierra, era, por decir lo menos ridícula, si no una locura. Sólo comparable a manifestar sin más pruebas que decirlo, que allá en la bóveda celeste, constelada y profunda, en la polvareda de soles de la noche, hay planetas repletos de bellezas —y de crueldades— como el nuestro. Era una locura. Oportuno aquí es precisar que ya desde el año 198 antes de Cristo, Eratóstenes, a la sazón director de la biblioteca de Alejandría y aún Claudio Ptolomeo, su sucesor en ese cargo en el año 168, después de Cristo, habían calculado su perímetro a partir de geodésicas egipcias con pasmosa exactitud, pero desoídas y condenadas como anatemas contra la fe cristiana, primero por Cirilo, el obcecado obispo de Alejandría, y luego en el siglo XVI, por la ‘Santa Inquisición’ contra Giordano Bruno, a quien quemaron vivo en la hoguera, y contra Galileo Galilei, genial precursor de la astronomía moderna.

La historia, no obstante, había de jugarle malas pasadas al temerario Almirante genovés, y en el año de 1.500 fue llevado preso, encadenado, por Francisco Bobadilla a una corte de España y luego absuelto por la Corona para emprender su cuarto, último y más nefasto viaje a la América. Pero sus penurias en vida fueron muchas más, hasta el punto de que sus hazañas se vieron transitoriamente desdibujadas por ese otro intrépido italiano trotamundos de los mares, Américo Vespucci, (1454 a 1512) a la sazón también al servicio de la corona española. Por supuesto, que éste sí confirmó en su carta (Mundus Novus) que aquellas fabulosas tierras de ultramar descubiertas por Colón, era un continente nuevo que no era Asia. Sus relatos asombraron al viejo mundo y, como siempre, la primera en despertar fue la codicia. En algún aparte se leía: “…el oro, las piedras preciosas que acá en Europa reputan por su riqueza, allá no las estiman y antes bien abundan tanto que no diligencian en tenerlas”. Esto y la fábula que se prefiguró de América, la hizo víctima de una invasión ramplona e injusta, cruel y desigual, que aún hoy, con la sangre partida en tres pedazos, nos confunde entre la libertad y el miedo. Después vendría una jauría de lobos hambrientos y la lepra, la sífilis, la viruela y también el Mayflowers con la avaricia y la violencia, vestidas de lores ingleses e irlandeses. Habría de venir el exterminio y la esclavitud, estigmas malditos del hombre ante la pureza eterna de Dios. Todo cambió, pero la historia escrita está, sólo que debemos comprender que, pese al ominoso saqueo monetario que aún sufrimos, aceptemos con el Nobel de literatura, el mejicano Octavio Paz, “…que no somos ni agua ni arena ni cemento… ¡Somos el concreto de la raza cósmica del universo!”.