Amar a Miriam

Amar a Miriam

José Orellano ensaya la posibilidad de escribir una biografía y del pasado de su alter ego Walabonso extrae emotivos momentos con su maestra de primer año elemental y aquel primer beso que ella le dio…

ENSAYANDO BIOGRAFÍA

Beso de maestra, el primer amor

Por José Orellano

El amor pasional había de atraparlo en cuerpo y alma y para siempre, a nueve meses de su llegada al uso de razón.

Excitación e intensa emoción, ¡a sus seis años!

Edad temprana, sí, cuando Walabonso no solo había de ser un avanzado en lectura, sino que comenzaría a navegar en un mar de éxtasis, la droga del amor, que más tarde había de propiciarle amplísimos espacios emocionales para la agonía y la desesperanza.

Cuando tenía cinco, la multicolor cartilla de cartón, con la Ch y con la Ll impresas dentro de sus 28 cuadros —ya no van allí—, fue su soporte para aprenderse las letras en la escuela de portón de la ‘Niña Ignacia’ y, con extrema facilidad, saltar a la ‘Alegría de leer’, la nacionalista cartilla de lectura y escritura que Walabonso se supo antes de cursar primero elemental.

La cartilla de cartón, fundamental en Walabonso.

—Cuando la C se junta con la H, nace la Ch… Y L con L dan la LL —enseñaba desde su elemental metodología la ‘Niña Ignacia’.

«Cuando la ce se junta con la hache, nace la che… Y ele con ele dan la elle», repetía con vivacidad el niño.

Walabonso vivía —y allí había sido recibido por la comadrona Alejandra— casi en el centro del pueblo, distante de la plaza de los pudientes, a orillas de la carretera vieja. Su morada era una casita de paja y piso de tierra que, cercada con listones de palmiche y dos palos de matarratón que, a modo de marco, abría y cerraba en el patio un portón que daba hacia la carrera que llevaba a la escuela Avianca, tres cuadras más arriba, en la calle Cocosolo, pasando primero Callenueva y luego Cantarrana.

Walabonso era inmensamente feliz a sus seis años cuando llegó a arrellanarse, piloso, en uno de los pupitres de madera de su primera escuela, en la primera fila, al tiempo que comenzaba a sobresalir entre todos sus condiscípulos. Además de leer a la perfección, sabía sumar, restar, multiplicar y dividir, logros alcanzados gracias a su empeño, sentido de la aplicación y al vaivén de uno que otro reglazo en la palma de las manos, bajo el atávico sistema pedagógico de la ‘Niña Ignacia’.

Un día de febrero, lluvioso en verano —hacia la media mañana el cielo se esparramaba en chorros descomunales sobre la Tierra—, la seño Miriam llamó la atención de sus cuarenta alumnos de primero, elevando su dulce voz a decibeles que superaban el rugir largamente sostenido de un aguacerazo…

—A ver, niños —dijo—: ¿Qué les recuerda esta situación que no nos ha permitido salir a recreo?

«¡El diluvio universal!», gritó Walabonso. Los demás, silencio.

Nadie hablaba. Contrarios a los del niño respondón, 78 ojos infantiles proyectaban físico miedo, aterrados ante ese ruido diluviano que invadía, incesante, el salón de clases.

«¡Y no hay arca de Noe!», dijo Walabonso a manera de gracejo, tratando de darles ánimo a sus compañeritos.

Ningún otro recordaba la reciente clase de religión, cuando la seño Miriam les habló de aquellos 40 días de lluvia incesante, de un arca salvadora de todas las especies animales existentes sobre la Tierra bajo la condición de que se refugiaran en pareja. De un Noe constructor de la tal embarcación y de su privilegiada familia como únicos humanos salvados del desastre divino… De la paloma blanca que salió y regresó con un ramito de olivo en su pico indicando que la Tierra estaba otra vez lista para que solo tales pernoctados del arca siguieran viviendo… Y se multiplicaran.

«¡No hay arca de Noe!», volvió a gritar el niño, casi con júbilo.

La actitud de Walabonso fascinó a la maestra. Tanto, que sin pensarlo mucho se acercó a su pupitre y con un gesto lo invitó a que se pusiera de pie, tomó su carita con manos de ángel: una en la frente, la otra en el mentón, acercó la suya a la de él y le propinó par besos, uno en cada mejilla. El que le dio en la izquierda —lado del corazón— a un tris de la comisura.

El aguacero cesó como por encanto. Walabonso no entendía los vuelcos que por vez primera daba su corazoncito, ni aquel aleteo de insectos cien veces repetido —a lo mejor los de un tal fulgora laternaria— que comenzó a sentir en su estómago.

No había dejado de caer la última gota de lluvia cuando el cielo se abrió a un astro rey intensamente refulgente y, a partir de entonces, un nuevo comportamiento acompañaría la vivacidad de Walabonso.

El niño Walabonso imaginaba a la seño Miriam dándole un beso igual al que su padre le
daba a su esposa cuando se despedían o cuando llegaban.

A sus seis años —el uso de razón lo alcanzaría oficialmente a finales de la calenda— Walabonso comenzó a sentir que algo incomprensible lo invadía de pies a cabeza. Advirtió que se tatuaba en su mejilla izquierda aquel pico húmedo de la seño Miriam y que se alojaba en su olfato, para siempre, el aliento dulzón de su maestra.

«La seño me besó en los cachetes», dijo a Padre y Madre mientras almorzaban.

—¿Por qué?

«No sé».

Al terminar de comer, el pequeño fue directo al cuarto que compartía con una de sus hermanas, la menor, que, ya almorzada y sentada en un mecedor en la sala, preparaba sus bártulos para irse a aprender la cartilla de cartón y las tablas donde La ‘Niña Ignacia’, quien vivía al lado, por la carretera.

Era viernes y, a diferencia de otros viernes de su corta existencia, Walabonso no se había ido a extasiar siguiendo los ímpetus del gallo basto de querer subir la docena de gallinas ponedoras que criaba Padre en la cola del patio.

—¿Qué le estará pasando? —dijo Madre a Padre cuando ya comenzaban a sopesar el intempestivo cambio de rutina de su hijo, al tiempo que ella salía hacia la cocina en busca de las dos totumas de tinto que, por costumbre, ingerían como sobremesa del almuerzo.

Una hora después, Madre encontraría a Walabonso, tendido cuan largo era, sobre su cama de lienzo, ojos abiertos y mirada disparada contra los tejidos de enea que, en hileras de rectángulos iguales, formaban el techo de ‘La casita de paja’, como el pueblo la nombraba a manera de toponimia frente al ‘Pilón moderno’, por la carrera, y por la carretera o calle principal la casona del diputado que vivía como príncipe a costillas del erario y quien, con relativa frecuencia —este viernes también—, organizaba parrandas interminables desde antes del meridiano. Y congregaba, con exóticas damas de compañía presentadas como cónyuges, lo más granado de la baja ralea de la política regional. Atractivo ocasional para la vivacidad del niño, pero que, esta vez, no atrajo su atención. Estaba ocupada en otros pensamientos que daban vuelta sobre recientes acontecimientos de su incipiente presente sentimental.

En ‘La casita de paja’ vivía Walabonso a sus seis años.

Mirando para el techo, descubrió que, al tiempo, por su mente desfilaban imágenes de hechos sucedidos y de otros imaginados, como ese de ‘ver’ a la seño Miriam dándole un beso igual al que Padre le da a Madre cuando se despiden o cuando llegan. Recordó entonces que él se alistaba puntual para ser llevado a la escuela, después de que, desde la ventana de marco y barrotes de madera torneados sobresaliente en la pared de barro y boñiga, veía a la seño Miriam bajarse del bus que la traía hasta la esquina de ‘La casita de paja’ desde la comarca capital.

Walabonso sonrío, sintió que su cuerpo era recorrido por una agradable sensación y pensó en voz alta: «El lunes la espero».

—¿A quién? —preguntó su madre, un poco preocupada.

«A mi amiguita invisible», mintió Walabonso por primera vez en sus seis años.

Tras un fin de semana aparentemente apacible —pero pensamiento fijo en la seño Miriam, su beso, su aliento, sus ojos verdes—, el lunes, bien temprano, anuncio a sus padres cambio de hábito.

«Espero a la seño y me voy con ella», dijo.

Posiblemente continuará