Otro cuento de Esteban Herrera Iranzo. En torno a Abelardo, Catherine, Ana Isabel y Jefry se teje la trama con un final nada feliz. «Lo encontré en el suelo. Parece que lo había planeado todo».
La mujer de la escoba
Por Esteban Herrera Iranzo
Aquella mañana Abelardo me había llamado para pedirme que fuera a su casa, que tenía algo urgente que decirme; estaba desesperado y con una voz quebrada como la de días antes cuando me habló del extraño mal de que venía sufriendo. No dudé en responderle que me esperara, que en unos minutos estaría con él, escucharlo cuando más lo necesitaba era lo menos que podía hacer. Abelardo y yo habíamos crecido en el mismo barrio, unidos por una amistad tan entrañable que no había cosa que ocurriera a uno, por insignificante que fuera, que no la tomara el otro como una más de sus propias vivencias. Había sido él quien me brindó su casa el día que mis padres decidieron irse al exterior para buscar un alivio a la difícil economía que vivía nuestro hogar. Y fue a insistencia suya que Teté, como él llamaba a su difunta tía, con quien vivía entonces, accedió a costearme los estudios de pintura que yo tanto anhelaba y por los que me había negado a acompañar a mis padres en tan incierta aventura. Así mismo, cuando Abelardo me habló de su atracción por la bella Catherine, la joven vecina a quien todos los muchachos del barrio pretendían para esposa, yo le ayudé a preparar, a veces con discusiones que surgían de la manera en que pretendíamos abordar una situación para la que aún no estábamos preparados, el discurso con el que él le declaró su amor. Y no menos cierto es que cuando Catherine le respondió que no podía aceptarlo porque otro muchacho del barrio la estaba cortejando, fui yo quien la convenció de que la felicidad que ella pretendía encontrar un día en su matrimonio solo podía darse si cambiaba al hombre que le gustaba por el que realmente le convenía. Yo conocía al muchacho y sabía que Abelardo en elegancia no le llegaba a los tobillos, pero tenía, en cambio, el corazón más grande que pudiera existir.
Vestí cualquier ropa que encontré a la mano y me dirigí a casa de mi amigo, a pocas cuadras de la mía.
Me preguntaba por el camino, hasta qué punto podía ser yo responsable de la desgracia que estaba viviendo Catherine al lado de un hombre que había dejado de amarla. Abelardo lo había dado a entender el día que me describió su mal: “Un sueño continuo de noche tras noche, en el que una mujer, de quien le era imposible recordar su rostro una vez despierto, le había dado el hijo que Catherine en quince años no había podido”.
No fue fácil para mí escuchar aquella narración; mientras él hablaba yo escribía en una libreta que acostumbro llevar conmigo para tomar uno que otro apunte relacionado con mis pinturas. A veces lo hacía detener para que me aclarara algún aspecto que impedía precisar la personalidad de uno u otro personaje, o el ámbito en que se hallaban, o para que me explicara mejor alguna otra cosa que yo no lograba entender y que podía ser de vital importancia para algo que si bien en el instante no se me ocurría, pensaba que podía presentarse. ¿Cuántas veces no ha ocurrido que alguien nos confía algo a lo que no damos la menor importancia en el momento y luego nos amalayamos de no haber podido entender, o sospechar al menos, que en este venía gestándose el más espeluznante desenlace?
Basado en los datos más entendibles de su relato yo había logrado realizar un dibujo a lápiz: “Una mujer vestida de bata oscura, que traía en la mano una escoba de vara muy larga con la barredora hacia arriba, caminando por una sala, junto a una pared en la que había un cuadro de un pez muy grande, con una mancha en el cuerpo parecida al pico de un tucán, pero de un color oscuro, como el negro, que abría la boca para tragarse a uno muy pequeño que nadaba delante de él. Algo más adelante, es decir en primer plano, se encontraba un niño de unos tres años sentado en una silla pequeña, mirando hacia el frente. La mujer, a quien Abelardo llamaba Ana Isabel —y cuyo rostro no podía ser precisado por cuanto la luz lateral que recibía de una lámpara de gas que había sobre una mesa de madera rustica, al centro de la sala, yacía neutralizada por una veladura que yo adrede le había puesto—, era de una estatura mediana como la de Catherine, pero algo más delgada. Jefry, como Abelardo llamaba al niño, era, por su parte, delgado y de un aspecto enfermizo. Sus ojos, pequeños y hundidos en unos párpados abultados, y unos pómulos pronunciados como los de algunos aborígenes nuestros, lo asemejaban a él en tal forma que podía decirse que la única diferencia yacía en sus edades.
Cuando Catherine abrió la puerta vi a Abelardo sentado en el sofá de la sala con el cuerpo recostado al espaldar. Había enflaquecido de una manera espantosa y tenía el rostro mucho más desencajado que la última vez que lo había visto.
—¿Sucede algo? —le pregunté a Catherine, que sollozaba mientras retiraba con sus dedos unas lágrimas que le corrían por las mejillas
—Es mejor que te lo explique él —me respondió, señalando a mi amigo con un leve movimiento de cara, para enseguida dar la espalda e irse hacia la cocina, que estaba al terminar la sala.
—¿Qué es lo que está pasando? —le pregunté a Abelardo, que me miraba con unos ojos rojos y extrañados, como si mi presencia lo hubiera tomado por sorpresa.
—¡Abelardo, soy yo, Horacio! —le dije.
Mi amigo echó el cuerpo hacia adelante y me miró con un rostro poseído por una tristeza que jamás le había visto. Pensé en el niño, él en su relato me había dicho que este sufría de una fibrosis quística que lo tenía al borde de la muerte.
—¿Le sucede algo a Jefry? —le pregunté.
—¡Ha empeorado y tengo tres días de no verlo! —me contestó con aquella voz quebrada de que venía padeciendo.
—Oh, cuanto lo siento —le dije —. ¿Y por qué no lo has visto?
Abelardo bajó la cara, la movió hacia uno y otro lado y luego la volvió a alzar.
—No puedo dormir, si lo hago iré preso —gritó.
La respuesta me tomó desprevenido, era entendible el que Abelardo no hubiera visto al niño porque no había dormido, pero aquello de que si dormía iría preso sí que no tenía el menor sentido.
—Explícate, Abelardo —le dije—. ¿Por qué vas a ir preso?
Mi amigo apretó los labios en un gesto de rabia y se puso de pies.
—¿Recuerdas al vecino que iba a prestarme el dinero? —me preguntó entre dientes.
—Oh, sí —le respondí. Él, en efecto, me había hablado de ese vecino el día que me comentó su mal, y de que iba a utilizar el dinero para internar al niño en una clínica que le había recomendado el médico que lo venía viendo.
—Pues fíjate —me dijo—: fui a su casa el día acordado, y el muy imbécil me salió con que lo había gastado en un inconveniente de última hora.
—¿Y? —le pregunté.
—Fue tanta mi rabia que lo agarré por los hombros. ¡Es usted un asqueroso! Gastar el dinero con que yo iba a salvar a mi hijo. ¿No podía haber tomado otro? ¿Tenía que ser ese precisamente?
—Por favor, Abelardo —le dije—, trata de calmarte para que puedas explicármelo todo. Yo sabía que solo un loco puede hablar con tanta propiedad de un absurdo que solo existe en su imaginación, más no por eso iba a dejar de escuchar un relato que bien podía darme una mayor claridad sobre el caso
—Siéntate, por favor —pedí.
Mi amigo me miró, se golpeó una mano con el puño de la otra y volvió a sentarse.
—No pude contenerme —dijo—. Le entré a puños sin compasión. ¿Al fin y al cabo por qué había de tenérsela si él no la había tenido conmigo? Pero el muy desgraciado se valía de su estatura, mucho mayor que la mía, para ponerme el pie en el pecho cada vez que yo lo atacaba, y eso me cegó en tal forma que se lo agarré y halé con fuerza hasta llevarlo de cabeza contra el suelo. ¡Lo maté, Horacio, lo maté!
Mi amigo dio un puño al espaldar del sofá, recostó su cuerpo a él y alzó la vista.
—Ahora soy un prófugo de la justicia y Jefry morirá también.
Un escalofrío recorrió mi cuerpo. El estado mental de Abelardo había llegado a tal punto que lo imaginé en un sanatorio, sedado y con una camisa de fuerza. Pensé que tenía que hacer algo lo más pronto si no quería que esto sucediera. Sabía que su caso estaba relacionado con el no haber podido tener hijos; aquello de que Ana Isabel le había dado el hijo que Catherine en quince años no había podido darle, no podía ser más elocuente y, confuso, por cierto, pues él me había comentado algún tiempo atrás que su médico familiar le había diagnosticado una esterilidad primaria que le impedía procrear hijos. Sin embargo, había algo que me preocupaba sobremanera y que debía aclarar cuanto antes pues de ello dependía el que pudiera ayudarlo: ¿Quién era la tal Ana Isabel?, ¿Por qué a él le resultaba imposible recordar su rostro cuando despertaba?, ¿por qué en su relato, al referirse a ella, lo había hecho en una forma fría y no con esa pasión desenfrenada con que suele hacerlo un hombre que se ha vuelto a enamorar?, y, ¿por qué cuando le pregunté por su nombre había titubeado para darme la respuesta, como si la estuviera pensando? En mi mente solo cabía una explicación: Ana Isabel debía ser alguien por quien Abelardo sentía una fe y un respeto tan profundos que en su sueño veía que le había dado ese hijo imposible, y que al despertar le hacía huir del descalabro que le producía el que para engendrarlo habían tenido una relación íntima que no era admisible entre ellos. Era obvio, entonces, que él la “mataba” para poder mantener vivo a “Jefry”, ¿Y qué manera más eficaz de hacerlo que cambiándole el nombre? Me acerqué a él y lo tomé por los hombros,
—Escucha, Abelardo —le dije—, tienes que dormir para que puedas ver a Jefry. No temas ir preso porque yo en dos horas voy a despertarte.
Abelardo soltó una leve sonrisa, acomodó su cuerpo en el asiento del sofá, hasta quedar acostado en él, y cerró los ojos. Era justamente lo que yo necesitaba para volver a mi estudio y echar otra mirada al cuadro. Tal vez si encontraba en él algo que pudiera casar con lo que estaba pensando, podía hacerme una idea de lo que vendría más adelante.
Fui a la cocina y dije a Catherine que me iba porque tenía algo urgente que hacer en casa, pero que regresaría pronto.
Al llegar entré a mi estudio y vi el cuadro en el caballete. Caminé hasta él y me detuve en Jefry; en ese parecido tan asombroso con Abelardo, y me hice una pregunta: ¿Qué posibilidad habría de que este fuera hijo de Abelardo con algún familiar cercano? Mi idea no era descabellada, yo sabía que la Fibrosis quística de que sufría el niño, aparece muchas veces en personas que provienen de una relación incestuosa.
Miré a Ana Isabel por unos segundos y noté algo que no había alcanzado a ver, quizás porque no me lo había propuesto: Sus movimientos eran los de Teté, la difunta tía de Abelardo.
Llevé la mirada a la escoba con la barredora hacia arriba que esta traía en la mano y luego al cuadro del pez que tenía en el cuerpo la mancha oscura en forma de pico de un tucán. No vi nada que me hiciera pensar que había algo anormal. Miré entonces la lámpara de gas que estaba sobre la mesa y observé que la luz que fluía de ella pasaba por la escoba, proyectando la sombra de la vara en la parte inferior del cuadro y de la pared, pero, la sombra de la barredora, que debía caer justamente encima de la mancha oscura del pez, no estaba; es decir, yo no la había puesto. Tomé mi lápiz preguntándome qué podía haberme llevado a semejante omisión en un cuadro en que el detalle más insignificante podía darme la pista que necesitaba para ayudar a mi amigo. La respuesta que se me ocurrió fue que yo, de una manera inconsciente, había confundido lo que debía haber sido la sombra de la barredora, con una supuesta mancha que tenía el pez en el cuerpo. ¿Pero, si esto era así, por qué la sombra habría de tener la forma del pico de un tucán y no la de una barredora? Cabía entonces la posibilidad de que aquella sombra viniera de algún otro objeto que había en el extremo superior de la vara, al que el relato de Abelardo me había llevado a confundir con una barredora. A mí el largo de la vara me había dejado desde un comienzo la duda de si realmente era una escoba lo que la mujer traía en la mano.
Pensé que si utilizaba al máximo los conocimientos que la pintura me ha dejado podría salir de dudas, así que llevé la vista al cuerpo del pez e Imaginé la mancha como una mera sombra, luego borré la barredora de la escoba y, basándome en aquella, dibujé, en su lugar, la figura del objeto que supuestamente la había proyectado.
Con los pelos de punta, solté el lápiz y eché a correr hacia la casa de Abelardo. Sabía que debía enterar lo más pronto a Catherine de lo que había descubierto.
Cuando llegué encontré a Abelardo bocarriba en el sofá con un brazo caído hacia el suelo, mientras Catherine lloraba abrazándolo.
Me acerqué a ellos, tomé a Catherine por los hombros y la hice levantar y, con el dolor de mi alma destrozada en pedazos, la abracé y lloramos juntos.
Al cabo de unos segundos ella puso una mano en mi pecho, me retiró de su cuerpo y me enseñó un frasco pequeño que tenía en la otra y, con una voz entrecortada por el dolor de que era presa, me dijo:
—Lo encontré en el suelo. Parece que lo había planeado todo.
Tomé el frasco en mi mano y vi que era un matarratas que llevaba en su etiqueta aquella figura de la muerte con su guadaña en la mano.
FIN.