Editado, mejorado, un relato ‘ficcionado’ de Inocencio De la Cruz: lo posible, que —de pronto— ¡más que lo imaginario! Evocaciones y reflexiones de un adulto mayor sobre vivencias pasadas y su actual condición de vida.
Hombe, mi viejo: los años se van
Por Inocencio De la Cruz
Cuando observó que su aplaudida pericia para desajustar ajustadores le había dejado de funcionar, se molestó con él mismo. Pidió a su acompañante, en tono de fastidio y escaso amor, que le mostrara la espalda y, con ojos despepitados y tembloroso accionar dactilar, logró por fin su cometido: ¡cayó el brasier! Pero, antes de la mutua entrega, un amargo sabor había de navegarle por largo rato en la acuosidad salivar de su gaznate.
Días después se dio cuenta de que ya no podía imaginar, como cuando era adolescente, a sus pantalones en modo ‘coge-puerca’ —encogido, bota por encima del tobillo, en la mayoría de los casos por mala calidad de la tela—, sino que ahora, cuando caminaba, pisaba las botas por debajo del tacón de su calzado y se lullían. Se dirtigió al medidor de estatura y lo estableció: él se había encogido en tres centímetros: ya no medía 1:69; ahora iba por 1:66… Recreando su pensamiento entre números, se fue a la numerología y pensó que igual había de pasarle a su número clave: 13,5, como lo comprobó una de ellas… ¡Ay! los números, «como uno de los conceptos humanos más perfectos y elevados». (Foto)
Lloraba —y de verdad: ¡a moco tendido!— cuando ya no le era fácil evitar que todo se le cayera al piso: un cucharón, la tapa del termo o del caldero, el tenedor, el plato de loza fina que, ipso facto, se desmigajaba, el pocillo repleto de tinto, el mate con su menjurje argentino, todo se le caía: la billetera, los párpados, la comisura de sus labios, y, como es de suponer, su emblemático ‘Lucho el tuerto’, el adorado muñeco que una de ellas le encimó, apasionada y gozosa, cuando él cumplió 27 años. Entonces, necesariamente, él tenía que evocar, en este instante, la anécdota del palillo con ella misma, a los 28 de él: porque mientras ella más lo utilizaba para satisfacción plena de sus necesidades, ella más se mofaba de él, del palillo, al que, sin embargo, lo peleaba: ¡a pedrada limpia, lo peleaba para sí…!
Estando en esas el hombre trajo a la ‘recordadera’, además, aquellas travesuras en torno a palillos de la mano de una amiga en esa hermosa ciudad del Caribe sur que no tiene mar: en cualquier restaurante tomaban los porta-palillos o palilleros, sacaban un mondadientes, lo quebraban en dos y lo regresaban al depósito. Acción que repetían hasta cuando no quedaba un solo escarbadientes entero. Pero al abandonar el sitio, tras la factibilidad de un tinto, dejaban una buena propina. ‘Dúo los quiebra-palillos’, se hacían llamar. Y se la gozaron por meses.
Posteriormente, cuando, parado frente al espejo, vio leves movimientos inconscientes en sus labios —una especie de tic tanto arriba como abajo—, gritó alma-dentro: “¡Estoy mascando la saliva!”. Y se irritó. “Nojoda: siempre me he burlado de quienes mastican el agua y yo jamás lo haré”, se dijo, mientras pensaba en una forma fácil y segura de que, en verdad, esto no llegara a sucederle a él.
Sintió pena con él mismo cuando, aquel medio día, acusó el punzante tirón cervical al haberse doblado hacia el suelo en forma de U para recoger el bolígrafo que se le había caído, al cual no pudo alcanzarlo por mucho que estiró brazos y manos. Frustrado, fue regresando a la ‘rectitud’ de su tronco y, en medio de un montón de peripecias que le procuraran alivio al agudo dolor en la espalda —contorsiones y retorcijones—, se fue recuperando hasta volver a sentirse erguido, pero obligado por su propia cuenta a bajar lentamente en busca del esferográfico desde la nada viril ‘bajada’ en cuclillas, piernas abiertas. «Me siento marica», gimió.
Cuando andaba por el centro de la ciudad y pretendía volver a hacer lo que hacía cuando era joven, tremendos eran los chascos que se llevaba: ya no lograba el equilibrio ni siquiera al andar tres pasos a ras del piso sobre los trazos extendidos de hileras de baldosas de 25 cm por 25 cm… Mucho menos en los estirados promontorios horizontales… «Motricidad en vaina», se cuestionó. Y en casa, muchas han sido las veces que ha terminado en el piso de la alcoba por su insistencia de querer ponerse calzoncillos, jogger y pantalones estando de pie. «Sentado es más bacano, huevón», se decía siempre, pero él insistía en hacerlo. «Motricidad en vaina», repitió para sí mismo. (foto)
Y qué no pensaba cada noche desde aquella noche en que cambiaron sus hábitos al dormir: ahora tenía que levantarse hasta ocho veces para ir a hacer micción, a veces a “carrera marrrr” porque ya no había forma de ejercer control sobre el anillo que cierra y abre el ducto de su uretra. «La llave se pela, se jodió mi esfínter», gritaba. Y cuando volvía a la cama tenía que comenzar a pelear contra los efectos de la EPOC que le dejaron sus tantos quinquenios de fumata empedernida, imponerse sobre la APNEA para lograr la normalización del respire y escuchar estoico la serenata de silbidos recurrentes ‘brotante’ desde un asma perniciosa y ecualizados desde un cuadro de Enfermedad Pulmonar Obstructiva Crónica, su cuadro, su EPOC. Ah y de día, el recorrido en Transmilenio partido en dos entre salida y meta: el primer corte, pare obligado a mitad de camino: salir del bus, correr en busca de un orinal en alquiler y hacerlo a tiempo para no hacerse en lo pantalones… ¡Doble tiquete! y el tremendo susto, el apretón de piernas para contener la incontinencia, la angustia existencial.
«Noooo», gritó de pronto en tono destemplado, estaba frente al espejo. «¡Qué horror! Mis orejas y mi nariz están creciendo al ritmo de la Marimonda del Carnaval de Barranquilla». El relator, de acuerdo con https://www.20minutos.es/, se atreve a decir que ese hombre apenas se enteraba de que estaba enfrentándose al resultado de un proceso natural en el que intervienen cartílago, articulaciones,colágeno y fibras del cartílago en descomposición más la gravedad —esa fuerza que ejerce la tierra sobre todos los cuerpos hacía su núcleo—, más la pérdida de elasticidad en la piel que provoca estiramientos y merma del volumen en la cara por la vejez… Y al perderse ese volumen, lo envuelve la se nación de que el aumento del tamaño de orejas y nariz pareciera notarse mucho más, ¡exorbitado!
Allí también, frente al mismo cristal, posó de frente y de ambos lados: y miró con cierto dejo de desdén su volumen abdominal. Entonces pensó en aquel par de viejos amores que, a su tiempo, le ponderaron, junto con sus labios y sus pies, la carencia de panza —hasta hacía menos de dos años— como uno de sus atractivos para la conquista. Sobándose su vientre con cierta fruición, tomó el asunto con frescura, volvió a mirarse en el espejo de arriba a abajo y reflexionó: «Sigue así, que ya no me quedan tiempo ni ganas para envainarme con nuevos amores». Siguió mirándose en el espejo y, con voz a todo pulmón, recordó a Luisito Rey: «Con este tipo y sin dinero, quién que me va a querer a mí, iii-iii-iiiiiii… Frente a una copa de vino, yo me rio de mí».
En medio de todas esas situaciones, se reprochaba que exactamente medio siglo después, ahora le retornaran nítidas a su recuerdo dos palabras que, a partir de sus 23 años, lo marcaron para siempre: dos palabras, aquella mujer: nombre y apellido mentirosos, un seudónimo; nombre y apellido reales —de pila, como dicen—, aquella mujer de cuyo nombre no quería acordarse, pero se acordaba: esa que había de destruirlo sentimentalmente para el resto de su vida… Esa que le alteró la esencia de sus afectos, le desvió el cauce de su torrente de amor puro, verdadero, en años juveniles… Él acababa de ingresar a un buen trabajo, ella trabajaba en la misma empresa y ella comenzó a llamarlo por teléfono, a todo momento, a modo de acoso, hasta que lo sedujo. Y lo engañó —no solo con la edad, sino también con el soñado himen de verdad intacto que, para él, entonces, había de resultarle imperdonable, más que la ausencia de virginidad el acto teatral montado por ella para la entrega mutua como si nada, sin sangre, esa que había que verla correr al coronar, así le habían dicho; con gemidos de “dolor”, pero en realidad pésimamente emitidos, torpemente dramatizados… Borrachera de amor y de aguardiente, pero los falsos gemidos facilitaron la aparición de la verdad… ¡Pobre! Él, que apenas estaba recién salido del pueblo, «me jalaban con espejo», dijo y se carcajeó. «Ya estaba rota»—; ella lo engañó, sí, y sobre ese fangoso cimiento sentimental él había de iniciar el derrotero para el fracaso de sus erráticas historias de amor por venir, a excepción de su última ‘Love history’, entre ires y venires. «Ya debo estar viejo», se reprochó. «Tener que acordarme de ese nombre ahora, me indica eso, que estoy recogiendo los pasos, ¡no hay derecho!… Pero no puedo perdonarla, siempre me ganará el rencor», se dijo. (Foto)
Cuando creyó que solo escuchaba por el oído izquierdo, ahí sí se sintió irremediablemente viejo. «Ahora sí me jodí: ¡sordera!», pensaba, mientras tenía que hacer caracol con la mano ídem, rodear la oreja ídem y apuntar hacia la pantalla del televisor para tratar de mejorar la audición. Pero no hay mal que por bien no venga, lo mejor sería la sorpresa. Azuzado por el esfuerzo que a cada rato debía de hacer para oír los parlamentos cinematográficos —no alcanzaba a leer a la velocidad de los subtítulos proyectados en pantalla—, acudió a su EPS, desde donde fue remitido a una especialista en audiología que, de arrancada, le llenó las dos cavidades auditivas de aceite de parafina, le curucuteó uno y el otro lado, hizo imprimir una hoja de papel con los resultados que solo los entendía ella y le sugirió, en esa misma sesión, el uso de audífonos inteligentes… Pero no los que, en dotación, había de proveerle el Plan Obligatorio de Salud, POS, sino los de una empresa privada que ella como que representaba. Costaban cinco millones de pesos, y «tienen que ser estos», porque ella no le recomendaba los de la EPS debido a que, según la especialista que lo atendía, «no son confiables». Sin embargo, él había de volver a su EPS —incluso había descubierto residuos de parafina en el meato acústico interno izquierdo— , había de lograr un lavado profundo para su oído derecho, del cual le extrajeron, desmigajada, una roca prehistórica de cera… Lo más cierto es que su oído derecho volvió a oír y a escuchar. «Adulto mayor, 72 ruedas, sí, pero todavía me escamoseo», se dijo. Y se ahorró los cinco millones que le cobraban. «Por creerme viejo, esa vieja quiso tumbarme. Yo viejo, pero no pendejo». Y concluyó que la profesional de dudoso sentido de la ética era quizá diez años menor que él.
«Sí, estoy viejo, lo admito… Pero no soy pendejo, lo repito».
Eso dijo… Después se preguntó: «¿Será que, finalmente, ejecuto la autonasia?».
No le quedaba la más mínima duda y lo gritó: «¡Hombe, mi viejo: los años se van! ¡Pasan, van pasando, y no regresan! Se van, mi viejo… ¡sin retorno!