José Orellano rescata de sus archivos un texto que, cuando lo elaboró, trató de tomarlo como experimento para comenzar una novela sin temática ni técnica literaria definida. Se publica, a sabiendas de que es experimental.
Matarratón pa’una novela sin
temática ni técnica definidas
Por José Orellano

Nueve años después, había vuelto a despertar en su cuarto de niña, su cama de adolescente, la casa de siempre —ahora remodelada, ampliada bajo conceptos de la arquitectura moderna—, en su terruño.
El rumor sostenido de un río, el canto de los gallos, el cacareo de las gallinas, el mugido de las vacas y el bramido de los tres toros barcinos sementales se sumaban al coro de trinos de decenas de pajarillos endémicos, un coro que, de niña, ella siempre atribuyó a “mis palomitas rosadas” que, para esta época del año, enero, pincelaban de arrebol blanquecino el tupido e intenso verdor de las hojas del viejo matarratón. Un sobreviviente erguido hasta su altura máxima de 15 metros y cuyas hojas son referenciadas por la ciencia como imparipinadas: compuestas por hojuelas elípticas que, tras alinearse, de dos en dos, opuesta o alternamente en un eje que oscila entre los 15 y los 25 centímetros de largo, se cierran con una sola al final, por lo cual el número de hojillas siempre será impar. Y eso había intrigado a la niña.

Un simple detalle en el cual ella, tras contar una y otra vez, otra vez y una más las hojuelas —imaginaba la hoja compuesta como pluma de pavo real, la rozaba por sus brazos, la subía hasta su cuello y su frente y sus mejillas y sus ojos cerrados: delicioso rato de inocente placer—, regodeó imaginación de pequeña y persiguió explicaciones en libros de botánica que reposaban en los anaqueles de la biblioteca casera empotrada en el comedor de la casa.
Finalmente, ella, Florina, que había nacido en número non, en fecha que solo se repite cada 4 años: 29 de febrero, había de aferrarse, por cábala, al impar como una razón sin razón para tomar y haber tomado importantísimas decisiones en su vida: día para matricularse, presentarse a la universidad, salir a buscar empleo o de viaje, la fecha para consignar o retirar dinero o escoger números impares cuando, casi por obligación, debía apuntarse a una rifa organizada por amigos o compañeros de oficina; el non en el folio para el cierre de un trabajo académico o el pantallazo con el punto final de una crónica…
Y hasta el momento en que ella había de corresponder a los juegos y las trampas del amor, y del desamor también, debía ser ‘no par’. A su noviazgo de ciudad cosmopolita y cinco años le puso final, reloj en mano, a las 11 de la noche del 31 de diciembre, víspera de Año Nuevo. Después, a las 23:55, saludaría por video llamada a sus padres y hermano, tal cual como en los ocho años anteriores…
El 3 de enero había de emprender el regreso a su pueblo.
Tras desperezarse, salió al patio y, al rompe, sus ojos se posaron en la misma acuarela matinal que había disfrutado, todos los días, desde cuando daba sus primeros pasos hasta la adolescencia y a la que, necesariamente, ella terminaba incorporada: papá, ahora con el pelo completamente blanco, bajo el palo’e matarratón, leyendo el periódico y bebiendo tinto en la misma totuma de siempre, “la inacabable”, como le escuchó decir a él aquel día, 31 de enero, cuando ella partió a seguir sus estudios universitarios. Comunicación Social, un campo que la abrasó desde cuando ella comenzó sus averiguaciones de niña sobre la forma de las hojas del matarratón, cuyo nombre científico no le interesó de a mucho —Gliricidia sepium—, pero sí se fascinó con uno de los varios con que se le ha denominado en diversos sitios tropicales del globo terráqueo: ‘Cola de ratón’, que no en su Caribe, donde ha sido ícono, emblema, ese al que Esthercita, la cantautora, le compuso y le cantó ‘Palito de matarratón’: “En el patio de mi casa,/ estaba el matarratón,/ era el árbol más bonito/ de todita la región…”. Eso fue hasta cuando la vorágine de cemento y hormigón se los tragó.
¿Matarratón, por qué?
Ella lo sabía… Y eso que sabía siempre le había creado duda, un contrasentido, digamos, existencial: los libros habían de enseñarle que tanto la corteza como su raíz del matarratón generan sustancias tóxicas que se usan en zona rural para exterminar ratas y ratones en sitios de cultivo, mientras sus hojas, que contienen proteína y fibra, ideales para la digestibilidad, son forraje ideal para el ganado vacuno y otros rebaños.
¡Bendito matarratón! Resistente a prolongados veranos… Sus estacas, para cerca vivas y leña, sus hojas, además, para espantar mosquitos y baños medicinales para el humano sin distingo de edad o sexo.

Caminó hasta el árbol, besó a su padre en la mejilla derecha —como lo hizo desde niña— y se sentó en su taburete, el mismo, el de ella, cuidado con empeño por su progenitor. Alzó la vista hacia el cielo, pero no pudo llenarse de él, porque sus ojos, verdes como el ancho copo del matarratón, se plantaron en “mis palomitas rosadas”: cantidades de ramilletes de arrebol blanquecino de entre 15 y 50 florecillas con corolas en forma de ave diminuta y que ella, encaramada en el árbol, solía recoger casi todas las mañanas, hasta sus 16 años, cuando era su época, ‘la seca’, y no había lluvia invasiva de verano.
No pudo resistirse al impulso y, de golpe, en un dos por tres, en un santiamén, se le vio serpenteando, ascendente, el tronco que se elevaba retorcido y multirramificado y salvar las ramas ‘paradas’ y las ‘acostadas’ hasta plantarse en una especie de banco espontáneamente formado allá arriba en el ángulo de una horqueta: vista desde abajo, metida en su short chicle y su blusa esqueleto tallándola, ropaje adecuado para la región, parecía una amazona. Su figura de 25 años era perfecta y, con desenvoltura campechana, se equilibraba a uno y otro lado y recogía manojos de sus ‘palomitas’: a algunas las llevaba hasta sus labios y las seccionaba con fruición. “Es miel de matarratón”, dijo siempre, mirada iluminada. “Un néctar muy suave, exclusivo para las diosas”.
Y en ese momento lo repitió, como, evocativa, lo había repetido cada una de las mañanas —excepto veinte o treinta: resacas de amanecida estudiando o de fiestas que alteraron la costumbre— de esos nueve años fuera de casa, porque así lo quiso ella tras su partida sin distanciamiento afectivo ni peleas con sus padres ni vecinos: se había ido para forjarse profesionalmente por sus propios medios, apegada a principios y valores hogareños sobre independencia y autonomía, aunque partía segura de que, cada mes, papá había de girarle lo suficiente para que ella viviera sin apretujones en el Distrito Capital. Por algo era su consentida, algo que no le afectaba en lo más mínimo a su hermano, mayor que ella dos años. «Es la bordona», decía. «Y yo amo a mi hermanita. ¡Hay que ver quién se meta con ella!», agregaba protector. Y es que ella era como una diosa, moderna, como una deidad mitológica en tiempos de nuevas tecnologías. Y había que cuidarla, por lo menos, mientras estuviera en casa.
Bajó cargada de ‘palomitas rosadas’, entonces se sentó en las piernas de su padre y le recibió el tinto en totuma que él le había servido al verla descender del follaje verdi-lila, como cuando era niña y lo primero que hacía al salir al patio era treparse en el matarratón. Depositó sus ‘palomitas rosadas’ en el suelo y con su mano izquierda comenzó a beber de la misma totuma de su infancia, refulgente de higienización paterna. Él no le permitió que cargara con ella cuando partió.
El pueblo se llama ‘Juncal del sur’ y —ubicado en la cola geográfica de la península tropical— se enclava entre dos serranías. Su zona urbana, que en otrora reverdecía a lado y lado de sus no más de treinta calles y veinticinco carreras gracias al matarratón, clavado en intervalos de uno por cada siete tablas de palmiche en los cercados primitivos, cerca viva, es atravesado por la Carretera Nacional. A la entrada, arboles de matarratón armaban un arco natural, que ahora solo es recuerdo.

Sin estaciones, es de clima cálido: ardiente a la luz del día, pero de nocturnales casi siempre frescos, algo fríos en época de invierno y casi gélidos durante los primeros y los últimos dos meses del año. Una comarca apacible bordeada al occidente por el río ‘Alquerías’, que, siempre caudaloso, nace en la serranía de oriente y es afluente del que es denominado ‘El Gran Río de la Patria’, una cloaca de 1528 kilómetros de longitud, el vertedero de desechos de toda índole y clase social desde ciudades, municipios y veredas de los once departamentos que baña, unos por el este, otros por el oeste.
De la residencia de ella —en la encrucijada donde finalizan calles y carreras— había que decir que es una finca rural-urbana, una hacienda agrícola-ganadera, 60 hectáreas, con fuentes inagotables de agua establecidas estratégicamente por su padre mediante la construcción de pozos profundos —un jagüey en el mero corazón del terreno, donde se criaba bocachico—, con un extenso sembradío de pasto para que pacen tanto el ganado propio como el de numerosos vecinos que, cada mes, cancelaban un alquiler. Tierra apta para sembrar frutas tropicales y plátano, yuca, maíz y hortalizas. Todos generadores de divisas que permitía el sostenimiento de una cuadrilla de peones, los gastos para una buena vida y algunos placeres como viajar y tener internet avanzado.
—¿Por qué solo este matarratón? —le preguntó a su padre, al tiempo que con el índice de su mano derecha dibujaba en el aire una circunferencia que alcanzaba a cubrir el follaje superior.
Continuará, posiblemente.
—Un alcalde, foráneo impuesto por el clan político de la ciudad capital, ordenó cualquier día arrasar con el arco natural de matarratón. ‘Matarratonicida’, lo bautizó el pueblo. “Matarratoncito”, también le gritan cuando pasa por aquí.
—Pá: ¿En los cercados también?
—Esa es otra historia y muy larga…
—Pá: yo también tengo una extensa historia, producto de mis investigaciones…
Posiblemente continuará.