Radiografía escrita en el género crónica por el médico, escritor y poeta samario Alfonso Noguera Aarón sobre la super abundancia de motos en circulación en Colombia y sus nefastas consecuencias.
CRÓNICA
Las motos, ¡la mortal
epidemia mecánica!
Por Alfonso Noguera Aarón
Es la epidemia mecánica del tiempo actual. Es un problema creciente y altamente incómodo, peligroso y sin visos de solución.
Hay muchas causas en juego, como la sobrepoblación en Colombia —ya somos 55 millones de colombianos—, el desempleo juvenil y ya profesional, la migración del campo y de los pueblos a las ciudades, la enorme informalidad laboral, el advenimiento del internet y el mundo virtual, las ofertas y apetencias de la sociedad de consumo, todos quieren tener y consumir lo que ofrecen por las redes sociales y la televisión, las precarias vías y el escaso control de las autoridades competentes en Santa Marta en particular, las costumbres delincuenciales de no respetar las normas ciudadanas, la proliferación del lumpen social de extranjeros en nuestras ciudades y, en fin, el egoísmo colectivo de querer llegar y tener cuanto antes y como sea lo que cada cual quiere tener.
¡Muchos motociclistas parece que no leyeran las noticias ni se enteraran de la gravedad de su propia irresponsabilidad!
Creo que la primera vez que vi una motocicleta en Santa Marta fue a principio de los años 60 y sólo había unas dos o tres. Eran inmensas y muy lujosas y decían que eran inglesas o hindúes. El voluminoso tanque de gasolina estaba por delante del conductor y servía de apoyo para cargar pocas cosas. Eran de color negro y los rines eran niquelados y sus radios brillaban desde lejos. Rugían como leones mientras corrían como aviones al despegar de la pista. Eran fantásticas, pero no servían para nada, porque pese a lo grande y exóticas, solo podían trasladar a una sola persona, o como mucho a dos, y también porque por entonces las distancias en el centro de la ciudad eran muy cortas y no había tantas avenidas y las carreteras estaban destapadas, y además ya había un regular servicio de buses y taxis, donde la gente se transportaba; y pues, además pululaban las bicicletas. Yo por mi parte, desde niño siempre tuve bicicletas viejas que desarmaba a diario para arreglarlas o tan solo para ver qué tenían por dentro.
Después llegaron las famosas motonetas, que eran más pequeñas, cortas, con ensamblajes de latas y sus rines eran sólidos, sin radios. Ya esas tenían parrilla para portar cosas y un espacio entre el manubrio y el conductor para llevar al perro o a alguien pequeño. Cuando vinimos a ver, por los años 70 y 80, había muchas personas usando motos para trasladarse a su trabajo o irse de paseo, pero el problema era que tenían que ir solos o hacer dos o más viajes, porque todavía eran muy limitadas. Los accidentes, mientras tanto, eran escasos, o yo al menos nunca vi uno. Por los años 80, había motos con barras por encima del motor para portar cosas y gente, y ya tenían parrillas y una silla larga para más usos. Con el rápido crecimiento de la ciudad y la fundación de barrios distantes y la construcción de algunas avenidas, como la del Río y la del Ferrocarril, empecé a ver muchas más motos circulando por calles y avenidas y también las vi en los paseos de ríos y playas. Entonces aparecieron los accidentes, que empezaron por los choques contra los carros y buses y los irresponsables que se dormían mientras manejaban borrachos.
Cómo médico, vi que desde los años 90, en los hospitales y clínicas, había muchos hospitalizados por fracturas de huesos largos y no pocos muertos por accidentes graves. Las Unidades de Cuidados Intensivos empezaban a llenarse solo de accidentados por motos y uno las veía en los hoteles, hostales y moteles y, sobre todo, como se podía beber alcohol y manejar, también se veían por montones afuera de discotecas, bares y cantinas. A mí nunca me llamaron la atención, primero, porque de ‘pelao’ siempre tuve bicicletas, y luego, porque desde el principio vi que las motos tienen las dos desventajas del carro y la cicla. El carro por su velocidad y las bicicletas por su desprotección personal y por tener solo dos ruedas. “Aguanta uno el golpe con la frente”, decía mi papá. De modo, que ni de parrillero me gustó ir en las tales motos, y antes bien me condolía de los motociclistas por el solazo que soportaban y por las inclemencias de la intemperie y la lluvia.
Con todo, al final del siglo XX, seguramente porque el precio de los carros era muy alto, pues, más que una necesidad, tener un carro era un privilegio, ya era muy usual que en cada casa hubiera una moto —ahora hay varias, que no caben de noche en la sala— que desde luego usaban para todo. Transportaban personas, compras y enseres y servían hasta para alumbrar para dentro de las casas oscuras cuando se iba la luz, y ya los delincuentes habían descubierto tan fácil, barata y rápida forma de movilizarse y cometer delitos y evadir a la autoridad, y ahí en la clandestinidad fue donde también tuvo una gran acogida.
A la vuelta del siglo XX y la entrada del segundo milenio, por el año 2003, se presentó el proceso de sometimiento del paramiltarismo en San José de Ralito, Córdoba, cuya intención fue positiva para ayudar a solventar la multifacética violencia de Colombia, pero desde el principio tuvo dos frutos nefastos: La inseguridad ciudadana y el mototaxismo. Parece que esos ejércitos de muchachos excluidos de la sociedad y cooptados por los grupos violentos urbanos y suburbanos quedaron a la bartola y sus jefes les dejaron el camino libre, y a falta de oportunidades y con experiencia delictiva, de un día para otro empezó ese indignante fenómeno del atraco callejero, y no había día ni lugar en la ciudad donde no se cometieran atracos armados a las personas, y también al comercio, bancos y hasta colegios. Eso fue creciendo con el otro fenómeno, el mototaxismo.
Por el año 2010 ya había grandes cantidades de motos circulando por las calles, y las casas comerciales importaban ese vehículo sin cesar y aumentaron los accidentes, heridos, lisiados y muertos, por lo cual se les exigió el casco protector que, si bien algo protegía, también sirvió para que los delincuentes se cubrieran la cara y sus fechorías fuesen más fáciles e impunes. Por su lado, ante el número creciente de accidentes, se disparó la industria de la prestación urgente de servicios médicos, y entonces el ulular de las sirenas para socorrer a los heridos fue ya una trágica costumbre en la ciudad, y también para vaciar los recursos del Soat a los perjudicados.
Actualmente, según información del Runt, hay unos 10 millones de motocicletas circulando por las calles de Colombia, que pudiera ser el doble si atendemos que una gran mayoría son clandestinas y recicladas y carecen de documentos y de placas, sobre todo en áreas campestres y suburbanas, que son quizás las que más han invadido las ciudades intermedias como Santa Marta. El control de la autoridad policiva y de la movilidad ciudadana ha sido desbordado, para no decir burlado, pese a la recia y masiva incautación de motos indocumentadas en operativos diarios, a veces arbitrarios y hasta corruptos en las llamadas “raqueteras” viales por parte de los tránsitos locales, que más que control y alivio a la movilidad, generan caos y más riesgos de accidentes en puntos vulnerables de las ciudades.
Salir a hacer una diligencia en su carro en Santa Marta, por ejemplo, es un gran riesgo y debe uno salir con suprema atención, rezado y rezando, para no ser chocado por algunos conductores de motos que se vuelan los semáforos en rojo, van por andenes y plazas a toda marcha, circulan en contravía, adelantan por carriles contrarios, andan de noche sin luces y muy rápidos, sobrecupos de pasajeros con niños y embarazadas, que al menor accidente corren altos riesgos de heridas y muerte. Muchos no tienen pase para manejar y sobre todo sobrepasan los 35 kilómetros por hora estipulados para rodar por las calles citadinas —van a 80 kilómetros por hora y más…— y debido a la enorme cantidad de motos y a la alta velocidad que de imprevisto aparecen en esquinas, glorietas, calles y avenidas, la accidentalidad es muy alta y los sucesos que ocurren después del choque, aún si no es trágico, son un infierno dantesco, pues, con o sin culpa, te rodean ‘solidariamente’ turbas de motociclistas enfurecidos para que resuelvas a favor de ellos, y cuando después de insufribles horas llega la autoridad, te dicen que la responsabilidad es compartida y que concilies con el infractor, que a veces y por el mismo caos callejero es del conductor del carro, que medio asoma la nariz de su carro en una calle y se puede llevar la moto que viene rauda cerca del andén.
También hay que llevar dinero en efectivo por si debes indemnizar a quien te choca. Por cierto, que ya va habiendo pocas personas ilesas, que no han tenido accidentes por cuenta de este incómodo fenómeno.Llegar a una calle o avenida en Santa Marta, y creer que no venga una moto, es como esperar que te asomes a una vena y ver que no venga un glóbulo rojo, entre otras razones porque al volarse los semáforos, cuadras adelante, no hay posibilidad de cruzar una calle sin que aparezcan las ya temibles motos, pues, los infractores pululan por doquier. Ese desencuentro fatal de carros contra motos y motos contra motos y personas, da como resultado una carnicería diaria en nuestras calles. Hay más motos que moscas y desde temprano empieza ese loco frenesí para transportar a los estudiantes y demás personas a sus colegios y sitios de trabajo, y los vemos cargados de estudiantes, haciendo piques y maniobras suicidas peligrosas por las calles de la ciudad. Parecen a los kamikazes japoneses de la Segunda Guerra Mundial, dice un amigo mío.
Finalmente, y para colmos, entre esa selva de motos que trepidan por las calles, se guarecen los atracadores que, como gavilanes entre palomas, en un santiamén aparecen con sus pistolas y atracan a las personas y turistas, generando un miedo y una angustia antes inexistente en nuestra adorable ciudad. Por lo demás, el fenómeno ha ido creciendo en todo el país, por la sobrepoblación misma —ya pasamos los 50 millones de colombianos—, y el resultante desempleo endémico, la exclusión social y laboral y a la falta de oportunidades que desde siempre hemos padecido; y encima, nos ha caído el lumpen social de Venezuela, que obviamente reclaman espacios de sobrevivencia en nuestro amado país. Solo Dios tiene el control de todo y en sus manos nos abandonamos en estas situaciones tan caóticas y dolorosas.
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