El ‘Gran acuerdo nacional’ convocado por el presidente electo ha obligado, sin pudor alguno, a una estampida sobornable que pisa y arroja a las canecas grises, banderas, códigos éticos y estatutos… Fare Suárez Sarmiento profundiza.
Después de la tempestad…
Por Fare Suárez Sarmiento
Los vientos que soplan no muestran indicios de calma, tal como lo augura el adagio. Los vacíos ideológicos y el analfabetismo político conducen a la siembra de incertidumbres, difíciles de erradicar; además, el hervor de la soberbia ebulle, debido al presunto salto de muchos líderes hacia las huestes del ya declarado partido de gobierno. A esa estampida sobornable que pisa y arroja a las canecas grises, banderas, códigos éticos y estatutos, sin el más leve asomo de vergüenza, le espera sufrir la tortura del rechazo y la crítica de los tertulianos de partido, razón por la que muy pronto tendrán que acudir a consultorios siquiátricos antes de que el desequilibrio esquizofrénico los obligue a la búsqueda de una biga en el techo de la casa, o a columpiar el cuerpo en la rama del árbol del patio, después de desenrollar la cabuya.
Otros, desde la penumbra de sus intereses familiares o personales, ahora envían emisarios con súplicas escritas en trocitos de papel, del orden de no te olvides de mí. A ellos, también los espera el escarnio, la deshonra y la desafiliación del grupo social en el cual se hospeda el partido al que juraron fidelidad y respeto a sus principios.
Después de la tempestad, las garantías de la calma se suspenden, a pesar de la reiterada confesión del electo presidente en su loable altruismo apuntado hacia todas las clases, sin distingos de raza, credo, ideología o sexo. No cesa el énfasis en el proyecto de un gobierno único, multipartidista, capaz de albergar en su corazón a más de cincuenta millones de personas que habitan en Colombia; en un proyecto de país, en el que cada segmento político active la grandeza de su sabiduría y experiencia para que no quede un solo pedazo de nuestro mapa sin la atención integral, digna de la verdadera Colombia Humana.
Bien sabemos que muchos se acostaron arropados aún con la manta hitleriana de la derecha y se levantaron vestidos con la túnica marxista, aunque el rostro cubierto con un niqab. En escenarios como el descrito, la democracia se resiente, mientras el tan cacareado cambio sufre alteraciones semánticas, como en el caso de más de lo mismo.
Esa es la utopía del presidente; el sueño Lutherkingniano abrazado a la eutopía bolivariana. Ojalá todos los colombianos pudiéramos bajar tranquilos al sepulcro. Pero la ruta será escarpada, siempre lo ha sido, incluso entre la misma oligarquía criolla expropiadora del aire y dueña de nuestro destino, no ha existido el más leve asomo de sinergia para administrar el país durante toda la vida republicana. Digamos que en un gobierno cuyo pluralismo instaura una sinarquía —gobierno de grupos de poder— irreconciliable, los choques jerárquicos estarían a la orden del día; tanto, que podrían pervertir los actos de gobierno, reduciendo así la efectividad de los proyectos.
Las dudas son variadas, algunas se trasladan a las regiones donde las normas legales y las tradiciones éticas y morales cambian con los gobiernos. Si el presidente es un individuo probo, principista, obsesionado con el cultivo de la aporofilia —aceptación a los pobres— y dispuesto a incinerar los pensamientos y actitudes aporofóbicas; debe, entonces, vigilar con estricto celo el baúl del erario, y cumplir con uno de los ejes que mejor certificaría la validez del eslogan: gobierno del cambio. Nos referimos al ataque al latrocinio inmisericorde que da fe del salto atómico de transitar en burro en tiempo de campaña, y andar en Fortúner Toyota al poco tiempo de ser elegido a corporaciones públicas. Peor aún, la pluralidad política, entendida como la apertura indiscriminada para que gamonales, líderes sociales, gobernadores, alcaldes y, desde luego, congresistas llenaran las urnas, dio su resultado; aunque el presidente debe de saber que el incendio que podría provocar el rabo de paja de muchos presuntos correligionarios, tendrá que ser extinguido sin importar los votos endosados. Ahí radica la grilla de estos acuerdos. Se habla de personajes y políticos de altos peldaños, envueltos en serias violaciones de la Ley. Sería prudente irse olvidando del mantra izquierdista para evitar el empaño irremediable de un amplio sector de la sociedad colombiana, que aún cree en la legitimidad de la socialdemocracia, como impulso motor del abandono de la casi yerta Colombia, hacia una carrera veloz para alcanzar un vagón de privilegio que la conduzca al destino anhelado de la ya pronta quinta revolución industrial.
Se tiene noticia de que gobernadores y alcaldes arribistas, previeron la inminente elección de Gustavo Petro, y fortalecieron su caudal de votos con el único propósito de valerse del poder presidencial —no omnipotencia— para tomar por asalto la Constitución y huir del guante férreo de la Ley. Hecho que calentará la tempestad en el entendido de que el estallido inmoral satanizaría el plan de gobierno en lo atinente al combate frontal contra la corrupción.
Si en política no fuera una entelequia el aforismo «después de la tempestad vuelve la calma» el pueblo colombiano debería de estar tranquilo. El eudemonismo —justificación del alcance de logros— irreflexivo a veces ciega con tanto rigor, que se pierde la autenticidad del valor ideológico, aquella que convierte al líder en un sujeto elegido por una teofanía; o al héroe, en el altruista que lucha por el establecimiento de una sociedad isonómica —igualdad de derechos civiles y políticos de los ciudadanos—; sin duda, lo más próximo al significado de democracia. Creo que se le tuvo miedo a sostener la candidatura bajo el amparo absoluto de las fuerzas de la izquierda. Tal vez, las frustraciones anteriores llevaron al acuerdo de un Pacto Histórico lejos de cualquier consideración ideológica; más bien, al mejor estilo del proverbio: el fin justifica los medios.
Sería prudente rectificarles a los colombianos que no estamos frente a un gobierno de izquierda; y que se hará lo posible para blindar el proyecto de país enrutado por el cambio. Ahora que inferimos —¿sabemos?— el apetito burocrático, de algunos, y las ansias de figuración y de poder político de la mayoría, no es oportuno, ni sincero, seguir exhibiendo una falsa identidad de la izquierda.