Pudiera rotularse como una narrativa literaria vivencial… Porque hay que vivirlo en carne propia —salve sea la parte— para contarlo… Y eso lo cuenta Atilano Rocha en este cuento vívido.
¡Muerto del susto!
Autor: Atilano Rocha
Era un médico mayor con un apellido alemán difícil de pronunciar, Schnurbusch, pero con un nombre criollo de Boyacá. Recibió al paciente con chistes flojos y le dijo: “Tienes una hemorroide que se asoma. Necesitamos un examen para ver cuántas más tienes. Si hay muchas, podría ser necesario operarte”.
El médico escribió una orden para el examen y se la entregó, diciendo: “Este es el examen”. El paciente miró el papel y se encontró con términos enrevesados como ‘proctosigmoidoscopia’ y ‘rectosigmoidoscopia rígida o flexible sin sedación’. Lo único que entendió claramente fue que el examen sería ‘a lo puro macho’, sin anestesia, sin ningún sedante, para explorar el recto con instrumentos sofisticados.
Confundido, preguntó al médico por qué sin sedación. El médico respondió tranquilamente: “No es grave, solo un poco incómodo”. El paciente, imaginando una invasión intestinal con equipo de trituración, se sintió cada vez más asustado. Además, pensó en el lugar donde se realizaría el examen, ese sitio donde todos descargamos lo único que produce el ser humano.
Como cualquier persona ansiosa por saber qué le harían, y con los nervios de punta, ya había hecho algunas consultas previas, entre ellas a un hermano cercano. Con su característico sarcasmo y humor, el hermano le había explicado en qué consistía todo el proceso, que iba desde tomarse un purgante que, según él, “sacaría a los parásitos que escupirían y sacarían la lengua”, dejándolo con el estómago y las tripas completamente vacías. Le advirtió que cuando solo expulsara agua pura, sin ningún color, estaría listo, pero si tenía gripe, mejor no tomar el purgante, ya que una simple tos podría provocar un accidente. Luego, describió la rutina en la que un ser humano, sin ningún escrúpulo, le introduciría una manguera con una cámara hasta lo más profundo de sus entrañas.
Recordó entonces aquellas pocas situaciones en las que le habían practicado algún procedimiento que implicaba sentir dolor. Los médicos siempre habían decidido hacerlo sin anestesia, quizá como una reprimenda o un acto de tortura. Se le vino a la memoria cuando, siendo niño, su papá, también médico, le había suturado una mordedura de perro en la pierna sin anestesia y, además, le había aplicado 21 ampollas, una cada día alrededor del ombligo, para evitar cualquier contagio de rabia. Fueron 21 días en los que su papá, con una expresión adusta y una mirada de torturador, le clavaba la aguja de la jeringuilla alrededor del ombligo, acompañado de un regaño. Para el quinto día, le retiró los hilos de la sutura con un tirón
El perro lo mordió al acercarse a la reja de una casona ubicada en el barrio Pie de la Popa, propiedad de un viejo político conservador, médico de profesión y amigo del padre del niño. Ambos eran colegas y conocidos de toda la vida, pero también sabían del mal carácter del otro. El dueño de la casa, además de haber sido alcalde y ocupado altos cargos en el gobierno, era famoso por haberle arrancado media oreja a un contradictor en una pelea callejera y por su costumbre de no pagar las cuentas, que los socios del Club Cartagena sorteaban para mantenerlo como miembro. Como era de esperar, el perro de alguien tan rabioso no podía ser distinto.
El padre del niño no se atrevió a visitar la casa del señor dignatario para verificar lo sucedido ni para asegurarse de que los perros estuvieran vacunados contra la rabia. Sabía que cualquier comentario, por más casual que pareciera, podría encender el mal genio de su viejo amigo y que la respuesta sería peor que la mordida misma. Así que, optó por castigar a su hijo con un coscorrón. El pobre terminó no solo con puntos de sutura en la pierna y un montón de ampollas en el ombligo, sino también con una reprimenda por haberse acercado a la casa de un médico de mal carácter.
La otra ocasión fue cuando se rompió un brazo en su adolescencia, al saltar por la ventana de un segundo piso en el internado en Medellín donde cursaba el quinto año de bachillerato. Intentaba escapar con unos compañeros sanandresanos del internado, quienes medían más de 1,90 metros y tenían la agilidad de basquetbolistas. Ellos se deslizaron con facilidad por el marco de la ventana, pero él, a diferencia de sus compañeros, no tuvo en cuenta que solo medía 1,50 metros. Cuando se soltó de la ventana, la distancia se le hizo eterna, como si cayera en un abismo, y al llegar al suelo, metió el brazo, que se rompió como una torta de casabe, dejando su codo al revés, como una cabuya enredada. Los demás huyeron del lugar, pero él quedó ahí, atrapado en flagrancia y fue llevado al hospital. El médico de turno, ya agotado tras la noche de turno, lo sentenció: le arreglaría el brazo ahí mismo, pero sin anestesia. El doctor lo acostó en la camilla y, sin advertencia alguna, le jaló el brazo, trac, trac, y solo se escuchó el grito del fugitivo capturado.
Recibió entonces una llamada de una señora que, siguiendo el protocolo colombiano de preguntar primero con quién hablan antes de identificarse, le solicitó sus nombres y apellidos completos. La señora le informó que llamaba de una clínica, donde había llegado la orden para realizarse unos exámenes de colonoscopia, que diferían de los apuntados por el médico de apellido alemán. El cortisol se disparó nuevamente. Cancaneando, le preguntó por la razón de los dos nombres, y ella le explicó que eran el mismo examen. La llamada tenía como objetivo confirmar la fecha y la hora del examen, y que le enviaría el procedimiento que debía seguir.
Le llegó a su correo un documento de tres hojas que detallaba el día y la hora de la cita, así como un extenso manual. Este manual indicaba que debía consumir solo caldo y gelatina durante siete días, además de tomar cuatro litros de purgante, los últimos dos días antes del examen. El resto del documento consistía en advertencias y exenciones de responsabilidad, redactadas en letra pequeña por esos abogados expertos en eximir de responsabilidad a sus clientes. Advertía que, si algo salía mal y no lograba llegar al examen con vida, la clínica no se hacía responsable, ya que la vida se le habría escapado por detrás.
Siguiendo las instrucciones del manual, faltando tres días para el examen, fue a la farmacia a comprar los purgantes prescritos. Cuando le dio el nombre al dependiente, y este le entregó el producto, la mirada del dependiente fue como la de un sacerdote que otorga los santos óleos a una persona próxima al último suspiro. Así fue, desde que se tomó el primer litro de purgante, su estómago comenzó a sonar como el choque de los palos de la danza del paloteo, y desde entonces empezó una evacuación continua hasta que ya no había nada más que sacar.
Un detalle que también lo tenía algo tenso era que la misma fecha del examen coincidía con la que debía recoger su pasaporte en la embajada. Por lo tanto, debía ir primero a recoger el pasaporte y luego dirigirse a la clínica para su procedimiento, lo cual lo tenía con el cortisol al tope. Ese día, al mirarse al espejo, vio a Milquiades, el gitano de Cien años de soledad, cuando reapareció en Macondo después de haber estado en el ultramundo. Su delgadez era evidente y los años que le habían caído encima se hacían notables. El cinturón le daba la vuelta y el pantalón le hacía una bolsa atrás. Cuando llegó a la cita de la embajada, la funcionaria le entregó el pasaporte y, al pedirle la cédula, le preguntó con decencia: “¿Hace cuánto se tomó la foto del pasaporte?” Seguramente, porque quien estaba recibiendo el documento no se parecía en nada al de la foto.
Llegó tres horas antes de su cita. En el sitio lo estaba esperando su esposa, quien, muy atenta, se encargó de los trámites. Para sacarlo de su angustia, que le notaba a leguas, le hablaba de muchos temas y se reía. Sin embargo, sus ojos se abrieron con sorpresa cuando vio que los pacientes salían del sitio del examen de manera algo extraña: caminaban lentos, apoyados de la mano y con un giro de lado a lado, como si fueran patos.
Su esposa escuchó que un joven repetía un nombre: el de él. Se acercó a la puerta grande con dos vidrios pequeños en el centro, por donde salía un aire frío. El joven le informó que su examen se realizaría en el siguiente turno y le pidió que estuviera atento para ser informado cuando llegara el momento adecuado. Y así fue, después de dos horas que parecieron interminables, una joven con acento caribeño lo llamó y le entregó varios formularios que debía diligenciar con su propia letra. También le advirtió que debía estar acompañado, que no podía conducir después del examen, y que el procedimiento se realizaría sin sedación.
De pronto, una señora, sin saludo alguno, le dijo: “Siga a ese sitio, quítese la ropa, quede absolutamente desnudo, pero deje los zapatos puestos. La parte abierta hacia atrás, y cúbrase con esta sábana”. Así mismo, le dio instrucciones a otro señor que venía con cara de ir al cadalso.
Al intentar cubrirse con la sábana, la ajustó de manera torpe alrededor de su cuerpo, sin darse cuenta de que una esquina quedaba suelta, arrastrándose por el suelo como un vestido de novia mal colocado. Además, la abertura de la bata no estaba completamente cubierta, dejando parte de su trasero expuesto al frío que se filtraba por la sala. Cada paso que daba hacía que la tela se moviera y el aire helado se colara, recordándole su vulnerabilidad y aumentando su incomodidad. Mientras esperaba, observaba cómo las enfermeras cuchicheaban y reían entre ellas, indiferentes a su situación y ocupadas en algún chisme sobre un amorío con un galeno.
Cuando lo sentaron en el sillón para tomarle la presión, le colocaron el brazalete en el brazo y comenzaron a inflarlo. Al principio, trató de mantenerse tranquilo, pero apenas sintió la presión del aparato apretando su brazo, su corazón comenzó a latir con fuerza. La aguja en el monitor subió rápidamente, como un cohete despegando hacia el espacio: 120, 130, 140… hasta alcanzar 150. Su respiración se aceleró y abrió los ojos con sorpresa al ver que su presión estaba peligrosamente alta. Sin embargo, la enfermera, que parecía acostumbrada a tales lecturas, no le dio mayor importancia. Simplemente le dijo, sin mirarlo directamente: “Siéntese allá”, como si nada fuera de lo normal.
Al hombre que venía detrás de él le hicieron el mismo procedimiento. La aguja del aparato de presión subió aún más rápido, alcanzando los 160. Este hombre parecía completamente resignado a su destino, y cuando la enfermera le indicó que debía sentarse, lo hizo con una obediencia casi automática. Se sentó frente a él, y ambos se miraron en silencio, compartiendo una resignación mutua ante lo inevitable. Las enfermeras seguían conversando animadamente, apenas reparando en ellos, como si fueran sombras en una ciudad donde la gente camina sin mirar a los demás
De repente, una de las enfermeras anunció: “Llegó la doctora”. Aquella que finalmente se encargaría de hacer el examen exploratorio. Él no pudo evitar pensar: “Con tantos trabajos que existen en este mundo, ¿cómo será que esta señora se dedica a hacer exámenes de este tipo, esculcando la humanidad de las personas?”. La surrealidad del momento lo invadía mientras trataba de encontrar una lógica en la profesión de la doctora, sumergido en la incomodidad de lo que estaba por ocurrir.
Lo trasladaron a otro sitio, donde lo esperaba una camilla al lado de un monitor grande que mostraría el recorrido de la sonda a medida que atravesara sus intestinos. Le pidieron que se acostara de lado. Torpemente se subió a la camilla, y en ese momento le retiraron la sábana. La doctora llegó y, con una actitud profesional, pronunció su nombre antes de hacerle una pregunta que lo descolocó: “¿Por qué te ordenaron este examen y no una colonoscopia?” A lo que él respondió, algo confundido, que pensaba que era lo mismo. “No lo es”, le corrigió. “Este es menos profundo, pero por tu edad, una colonoscopia podría detectar otras enfermedades en el colon”.
Ella encendió el aparato, y en el monitor comenzó a visualizarse el trayecto que seguiría la sonda. “Relájate”, le dijo, y de pronto sintió como algo le penetraba. La cámara avanzaba mientras él, incómodo, no podía apartar la mirada de la pantalla que mostraba el interior de sus tripas. En un momento, la doctora hizo ese característico sonido entre dientes que los médicos suelen hacer cuando algo no va bien. “Veo que no te preparaste bien. Mira todo eso, no deja pasar la cámara”, comentó, señalando una imagen borrosa en el monitor.
Confundido y un poco irritado, él le respondió: “Me tomé cuatro litros de purgante, ¡y quedé que solo botaba aire!”.
La doctora, sin prestar demasiada atención a su queja, continuó: “Y cómo estás gritando, tengo que suspender el procedimiento”. Apartó la vista del monitor por un momento y luego añadió: “Pero, mira, ahí está esa hemorroide de grado 1”, señalando la pantalla. Inmediatamente, le indicó a la enfermera que tomara una fotografía del hallazgo. “Además, tienes una fístula justo aquí afuera, en el sitio donde ingresa la sonda”, agregó con indiferencia.
Nunca pensó que terminaría siendo motivo de una fotografía en un lugar donde a nadie le gustaría ser fotografiado.
Sin despedirse, la doctora se fue del sitio, seguramente para atender al siguiente paciente. Quién sabe cuántos más estarían allí ese día, todos igual de angustiados, con las batas mal ajustadas y las sábanas a medio amarrar, haciendo fila para el mismo incómodo procedimiento.
Con las entrañas exploradas y adolorido, él se dirigió al lugar donde había dejado su ropa. Al salir, se encontró con la mujer que, con una risita burlona, le lanzó una mirada que parecía una mezcla entre venganza y alivio ajeno. “¿Cómo te fue?”, le preguntó en voz alta, sin ningún tipo de discreción, frente a los otros pacientes que esperaban el mismo sacrificio. Todos lo miraron con curiosidad y cierta ansiedad.
Se acordó de un consejo que alguna vez le dieron: cuando uno sale de ver una película y te preguntan si era buena, siempre dices que sí, aunque no lo haya sido. Así que, con una sonrisa irónica, respondió: “Muy rápido y nada traumático”. Los otros en la sala suspiraron de alivio, sin imaginarse que, más tarde, esa misma doctora les haría “ver al diablo encuero”.
Le llamó la atención que, poco después, una enfermera —la misma que había sido la acompañante de su verdugo— gritara su nombre en voz alta y le entregara un papel. “Estos son los resultados”, le dijo. Al abrirlo, encontró tres líneas mal escritas: “emorroides”, ¡sin ‘h’!, y una advertencia, casi como un regaño: “paciente no preparado, se recomienda una colonoscopia”. Pensó: “Ahora entiendo, la doctora dicta el resultado a la enfermera, y ella lo transcribe como se le ocurre. Como solo meten sondas hasta lo profundo, no es necesario que sepan escribir”. La mujer entonces dijo: “Pediremos la cita para la colonoscopia” y mostró una sonrisa fingida de aceptación. Mientras tanto, él se decía a sí mismo: “¡Aquí no vuelvo más!” y salió caminando como pato.
Con ilustraciones adaptadas sobre imágenes bajadas de internet.