Y aquellos ojos

Y aquellos ojos

En días pasados, el matrimonio Eduardo García Martínez-Mildred Figueroa Pastrana —quienes residen en Turbaco, Bolívar— llegó a sus bodas de oro, ¡medio siglo amor! Con tal motivo, Eduardo produjo una hermosa nota que —sin pedirle permiso— El Muelle Caribe reproduce con honda satisfacción, porque son dos sinceros amigos de casi 50 años los que involucra esta pincelada literaria repleta de amor.

Dos vidas, una vida

Por Eduardo García Martínez

Lo primero que vio cuando entró a aquella casa apacible fueron sus ojos, tan grandes y negros que parecían mentira. Ella reposaba sobre una butaca y miraba lejos, como metida en un recuerdo. Nunca la había visto, escuchó que la nombraban Mildred y era como una aparición milagrosa. Ella no dijo nada pero pensó que aquella barba negra y enmarañada que cubría el rostro del recién llegado estaría en su mente por el resto de su vida. Era imposible esquivar el presagio.

El 8 de junio de 1973 se casaron en una iglesia solitaria. No hay una foto que atestigüe, solo ellos lo saben. Desde entonces andan juntos, en las buenas y las malas: felices, sufridos, alegres, tristes, risueños, llorosos, enfermos, sanos, con hijos, con nietos.

Eduardo y Boris, padre e hijo en los extremos… Larisa y Mildred… El núcleo familiar.

Cuando él comenzó a andar por las pasiones descarriadas con un diablillo travieso en sus adentros, ella enjugó las lágrimas, arropó a sus hijos como la familia que había que defender, y dejó que el iluso se estrellara contra su propia realidad, aunque el tiempo alargara el sufrimiento. Armada de valor venció los obstáculos, enfrentó espejismos que burlaban su entendimiento y después de mil batallas salió airosa de aquel sueño borroso en la memoria. Él puede jurar que fue ella, y solo ella quien llevó la nave extraviada a puerto seguro, después de sortear las tormentas que amenazaban hundirla en los acantilados de la sinrazón.

Cincuenta años después, con la barba recortada, poblada toda de blanco, él constata que aquellos ojos enormes siguen brillando, mansos y tibios, aferrados a su encanto. Ella le dice que la vida es un suspiro, él asiente y dueños de su propio tiempo recorren paso a paso la densa telaraña que han tejido desde aquella tarde en casa de Catalina Pastrana, cuando él entró y comenzó a armar con ella la larga historia de sus entrelazadas vidas. Ahora, en la dulce quietud de su morada que sombrea un gran árbol al frente, con dulces cantos de pájaros furtivos y mariamulatas en sus nidos, piensan que han disfrutado y padecido las muchas facetas de la vida sin mezquindades ni añoranzas ciegas.

Él no suele hablar de sí mismo en sus columnas, y si ahora lo hace es porque piensa que medio siglo de vida compartida es una proeza que admite sus licencias, y porque necesita decir que Mildred es un ser excepcional para quien tiene un pedestal eterno en su corazón, por haber logrado fundir, palmo a palmo, con la paciencia del herrero, dos vidas disímiles en una sola vida.