Yo, «¡pelotudo!»

Yo, «¡pelotudo!»

Mientras llegas a adaptarte a las costumbres de otras culturas, las embarradas no faltan. Y en Argentina puedes ganarte hasta un “¡pelotudo!”. En Tigre, a José Orellano acaba de pasarle.

‘Choque cultural’ pametidas de pata

Por José Orellano
Buenos Aires

En Tigre —sitio consolidado como uno de los principales destinos turísticos de la Argentina con más de 5 millones de visitantes al año—, el súbito cambio de temperatura, de frío a calor abrasante, obliga a una refrescante cerveza. Un cambio que desespera.

En esto del ‘choque cultural’, no faltan las ‘metidas de pata’. Que, incluso, pueden afectarte emocionalmente.

Durante mis días por estos territorios rioplatenses, ha habido varias, pero la más contundente la perpetré en ‘Tigre’, uno de los 135 barrios —aquí se denominan “Partidos”— que componen la provincia de Buenos Aires.

Hacia el mediodía del sábado 9 llegamos a esta ciudad en la zona norte bonarense —había vuelto a la calle, una vez cumplidos cuatro días de encierro por afectación gripal— y luego de un recorrido por el viejo ‘Puerto de frutos’, con zigzagueante andar por entre los puestos de artesanías, pasamos a la plazoleta de comidas a cielo abierto, en el paseo Victorica, un malecón junto al río.

Después de haber permanecido escondido por varios días, el sol brilló pleno, a esa hora, sobre este sitio que permite el acceso a los ríos y pantanos del delta del Paraná y que, mientras caminaba sus calles y carreras y callejones —las diagonales, las avenidas, qué se yo— me hacía recordar a El Rodadero, el balneario samario a orillas del majestuoso Caribe. “Sin lugar a dudas, la belleza natural del Delta es uno de los principales atractivos del territorio tigrense”, dice la información oficial. “Se trata de un paraíso ecológico, en el que la actividad humana se desarrolla en armonía con la naturaleza, y este equilibrio es percibido inmediatamente por quienes lo visitan”.

—El Rodadero fluvial, de agua dulce —dijimos.

Mientras juntábamos dos mesas para tres —mis grandes guías en Buenos Aires han sido mi yerno Lucas Touriño y mi hija Laura Carolina—, un cuchillo rodó hacia el piso y yo me apresuré a recogerlo, pero en un gesto de la mesera que vendría a atendernos observé cierta desaprobación y una mirada como queriendo decirme “eso me corresponde a mí”. Después trajo la carta y hubo que esperar largo rato para que se acercara en busca del pedido.

“No pasó nada”, me dije, y pedimos. Yo me decidí por la ‘bondiola’, carne de cerdo, magra, incluida en los cortes para la cocina argentina desde las migraciones europeas y originaria, según los historiadores, del norte de Italia. Espléndido plato complementado con fritas o papas a la francesa y una ensalada de rúgula con queso parmesano.

Roturas en el piso o baches, especialmente en los andenes, son infinitos en Buenos Aires. “Andá con cuidado”, te dicen

Me declaré complacido de mi paseo por este lugar y de mi almuerzo, pero luego de terminar de comer hubo que esperar otro largo rato para que la moza —así se les identifica— nos trajeran la cuenta. Al fin llegó para preguntarnos que si le autorizábamos que la factura se hiciera a manos y no desde la registradora, porque esta se había quedado sin papel. “No hay problema”, le dijimos y se fue. De nuevo, larga espera hasta cuando volvió. Sin embargo, fuimos generosos con la propina. Y una vez más la larga espera para que recogiera el dinero. Lucas observó una cierta desesperación en mí y me lo reiteró: “Aquí en Argentina es normal, la espera puede durar hasta media hora”.

De pronto, en un rapto de barranquillerismo, a media voz dije: “Nena”, pero mi hija me dijo, una vez más, que no insistiera en llamarla así. Ese sol aparecido de un momento a otro había obligado a que nos despojáramos de abrigos, mientras sobre la plazoleta a cielo abierto y sobre nosotros caía abrasante desde un ángulo de 45 grados y sofocaba, oprimía, ahogaba. Fastidiado ante tan brusco cambio de temperatura, meciéndome desde ese estado climático achicharrante de cuerpo y alma, recurrí a la onomatopeya para llamar a alguien sin mencionar nombre, u oficio en este caso: “¡Psst!”. El calor que no padecía desde hacía varios días me fastidiaba.

La camarera —así también se les llama— alcanzó a escucharme y su reacción fue la de mirarme con ojos de reproche, lanzándome una mirada pincelada de rencor, mientras mis acompañantes le señalaban la carpeta del dinero. Volvió a mirarme cuando me retiraba y pasaba frente a ella y sin escucharle palabras, sentí como que me gritaba “¡Pelotudo!”, un término altamente ofensivo en Argentina.

¿“¡Psst!” ?… Embarrada de antología… “¡Pelotudo!”.

—Hijo de puta, ha podido decirte —me dijo Lucas—. Existe la convicción de que con el silbido la estás comparando con un animal.

Con ese “pelotudo” silencioso de la moza, ella estaba diciéndome, despectivamente y con su razón, que yo había actuado sin entendimiento ni razón ni gracia. Pero aun así, yo no siento ninguna ofensa.

Sin embargo, allí en ‘Tigre’ afloró entonces en mí —la primera en todos estos días— cierta afectación emocional: ansiedad, falta de atención a lo que me rodeaba, rasgos de depresión. Pero no por lo que pensara de mí la camarera, ¡ni más faltaba! Me sentí ‘barro’ conmigo mismo, porque no estuve pendiente de no hacer lo que no debía de hacer. Días atrás, en un café había llamado como “nena” a la moza y ella acudió llena de amabilidad. “No vuelvas a llamarla así”, me había dicho mi hija.

Al “¡Psst!” no había recurrido hasta este día en ‘Tigre’. Y tras su uso, se me dañó la tarde. Caminaba malhumorado, trastabillé tres veces y en una ocasión debió aguantarme mi yerno para no irme de bruces. “Tienes que mirar para el piso, ten cuidado con los baches”, me había advertido. Y es que los hundimientos o roturas o baches, especialmente en los andenes, son infinitos en Buenos Aires.

Esta tarde de sábado hubo, pues, una reiteración de mis descuidos ante recomendaciones que he venido recogiendo durante las vivencias en el marco del choque cultural.

*Sin el más mínimo deseo de colarme en una cola de supermercado, caminé hasta más allá de la caja y la cajera y sus dos clientes pensaron lo contrario. Cuando confirmó mi verdadero afán de pararme allí solo para interactuar visualmente con sus clientas, la encargada cambió su cierta hostilidad y después nos hicimos muy conocidos. En especial cuando confirmó que era el padre de “esa niña bonita que vive por aquí” y cada vez que allí compro me pregunta por ella.

Preparación de algunos platos caseros para Laura Carolina y Lucas. Y el choque cultural con la temporada de cosecha de melón y el “quítale la concha a la berenjena”.

*Deseando complacer una insistente recomendación de mi esposa para que no dejara de probar el melón argentino, ingresé a una verdulería y pregunté por esa fruta. El encargado me miró feo y no le entendí la respuesta. Insistí en la pregunta y me gritó: “¡En noviembre!”. Salí de esa verdulería y seguí caminando en busca de otra y después me fui de parque. Al regresar por el mismo camino recordé que debía llevar algunas verduras a casa para el plato que había prometido preparar al día siguiente —les hice arepas, bollo, sesos y pajarilla guisados, entre otros—. Entré a la verdulería y me sorprendí cuando descubrí que a quien iba a pagarle era el mismo hombre del “novembrazo”. Interrelacionamos, mi acento lo obligó a preguntarme de dónde provenía y, a partir de entonces, nos hemos vuelto amigos. A su negocio entro solo o acompañado de mis anfitriones. “La cosecha de melón comienza en noviembre”, me había dicho.

*Iba caminando por una acera de la diagonal Yrigoyen, vi el acceso a una panadería expedito y me metí a comprar, como lo hago en las panaderías del sector donde resido en Bogotá, Jardines de Mirandela. “Se despacha por la ventanita”, me dijo la administradora. Y pa’la acera.

*En cuatro ocasiones he quedado de pie tras mi ingreso al colectivo o autobús y de inmediato dos jóvenes mujeres y dos jóvenes varones se han levantado de sus asientos para concedérmelo. ‘Muchas veces, en Transmilenio, toca pelear las sillas azules, pero sin obtenerlas’, pienso. ‘El choque cultural, mi hermano’.

*«Hay que quitarle la concha», dije una vez para indicar que había que deshollejar una berenjena. “Hay que pelarla”, decimos entre nosotros. Pero la concha en Argentina es la concha.

Y bien: mientras el sol comenzaba a declinar y el oeste se preparaba para la puesta del astro rey, tomamos el tren y dejamos ‘Tigre’ atrás. Después vino el Subte y… de nuevo Buenos Aires…

“Y así nos fuimos caminando, por la calle Santa Fe,
voy pensando y me sonrío: «Para mí que existe Dios»”

«Tigre forma parte de la historia argentina y bonaerense desde sus más remotos tiempos. Los pueblos originarios, la era colonial, las luchas por la independencia y la construcción de la Argentina moderna generaron en el distrito un rico legado histórico que llega a nuestro presente y se proyecta al futuro», había leido en https://www.tigre.gob.ar/tigre/turismo#.

Continuaré