En este nuevo aniversario de ‘El Grito de independencia’, publicamos un ensayo histórico, por Alfonso Noguera Aarón, del libro de su autoría ‘Crónicas y Ensayos’. ¿Emancipados? Ideal para Julio 20.
ENSAYO
20 DE JULIO,
¡independientes para nada!
(Del libro ‘Crónicas y Ensayos’)
Autor: Alfonso Noguera Aarón
Para mayor comprensión de lo que ocurrió aquel viernes 20 de julio de 1810 y los grandes eventos que desde allí se generaron, es preciso estudiar el escenario previo a tan magno día.
Además, los colombianos interesados en nuestra propia historia y desgracia quisiéramos saber de dónde proceden nuestros males, o cuál es su raíz maldita, llámense injusticia, guerra, exclusión, mentira o miseria. Para lo cual, con paciencia de artesano, pero con el ojo clínico que ausculta el mal humano, con una síntesis tajante, pero sólida, entrego este modesto ensayo histórico a ver si sirve siquiera para escarbar más allá de la nata frágil y amañada de las noticias de cada día; y ojalá sirva para ver la historia, no en la dimensión rectilínea y esfumada que nos enseñaron desde la primaria, sino en la forma holística y dialéctica como se nos presenta hoy; pues, sencillamente, se trata del mismo libreto ideológico, encarnado por distintos personajes que se repiten en los sucesivos planos del tiempo, y entre la trama oscura de las circunstancias, sin que en esencia nada cambie en Colombia.
Mis personajes centrales son José Antonio Galán, Antonio Nariño y Simón Bolívar, pero tras de ellos, en la sombra vaga del recuerdo, hay un séquito de hombres y mujeres con quienes la historia ha sido injusta e ingrata.
En la visión relativista de la realidad, el espacio y el tiempo son simultáneos; es decir, los eventos de la historia, con sus elementos constitutivos, están allí en su tiempo, ocurriendo como una película tridimensional que corre en el eje del pasado al futuro con la flecha del tiempo.
Veamos, pues, qué está pasando allá en los años de 1781 en adelante, como un coletazo del enciclopedismo de Voltaire, Diderot, Montesquieu y otros grandes campeones del humanismo y que, a la postre, en 1789, van a generar ‘La revolución francesa’, catapulta universal de la igualdad, la libertad, la dignidad y la justicia. Por ello, vemos que ‘La revolución de los comuneros’, fue la piedra angular desde donde se erigió toda nuestra gesta libertadora.
Al final de la época de la Colonia, había una franca dicotomía social: los españoles ostentaban el poder político-administrativo y los magnates criollos, el poder económico. Y por debajo, o mejor, por fuera de todo, como siempre, estaba la masa popular sin voz ni voto. Los criollos eran hijos orgullosos de conquistadores y encomenderos, y de estos habían heredado vastos latifundios y minerías, pues la legislación indiana prohibía a los funcionarios públicos españoles tener propiedades en América. Es, pues, apenas comprensible, el creciente malestar que había entre los patricios criollos al sentirse excluidos de la función pública y ser desplazados por unos arrogantes españoles no siempre más cultos ni honestos que ellos. Dice don Antonio Ulloa, cronista español del siglo XVIII: “No era esto lo peor, en la corte española la elección de los funcionarios era todavía más inicua: El ayudante de cámara real, compensaba su adulación con un alto gobierno en América; el hermano o primo de una cortesana o una amante de un potentado español, iba de intendente a una provincia americana; un leguleyo que por intriga o adulación hacía favores sucios, era nombrado Regente u Oidor de una Audiencia; y el barbero de un personaje real, recomendaba a su hijo para administrar una Aduana Principal”.
De modo que las rivalidades eran cada vez más ásperas, pues, los criollos se vanagloriaban de sus riquezas y muchos hasta se procuraban sus títulos nobiliarios, pese al conocido mestizaje de su genealogía y a la evidente pelambre de sus facciones; mientras que los españoles se envanecían de la pureza de su sangre noble no cruzada ni con indios ni negros. El pueblo, sin embargo, estaba del lado de los cortesanos foráneos, ya que la autoridad virreinal le brindaba protección contra los abusos que recibía de la opulenta élite criolla. Este frágil equilibrio solo existió hasta el final de la casa de los Austria en el trono español, más metódica y racional que la frívola e inepta dinastía de los Borbones, quienes ya en Francia habían prendido ‘La revolución de 1789’ y causó la llegada al poder de Napoleón Bonaparte. Así, el conflicto americano se definió entre la Metrópoli española opresora y todas las áreas y tribunas de opinión hispanoamericana; y mientras la Monarquía perdía prestigio entre las masas populares, los criollos lo adquirían para defender sus propias riquezas, así fuera con el disfraz de defender la justicia americana, pero sin la participación del pueblo, a quien seguían viendo con desprecio, pero al mismo tiempo con preocupación, pues ya desde Francia se esparcían los vientos libertarios de Igualdad, Fraternidad y Dignidad entre los hombres.
Los magnates criollos, pues, estaban aprisionados entre dos fuerzas: Arriba, la autoridad virreinal española, arrogante y cada vez más exigente en impuestos; y abajo, el estamento popular o plebe, con quien jamás fraternizaban y ni mucho menos querían convertirse en sus voceros. Estos desheredados pedían justicia, tierras, estudios, oportunidades de ascenso y reconocimiento social, pero la oligarquía monopolizaba todo el orden socioeconómico, tanto en la sabana de Santa Fe como en Tunja, Socorro, Neiva, Pasto, Popayán, Cartagena y Santa Marta, y antes bien los desposeían cada vez más de los Resguardos, que eran unas concesiones españolas seculares que le adjudicaba tierras a los indios. Los humildes esperaban que las autoridades españolas los siguieran protegiendo de los abusos, maltratos y exclusiones de los magnates criollos; pero el Virreinato Borbón, al contrario del proteccionismo ancestral de la Casa de los Habsburgo, más bien desoía sus peticiones y aumentaba sus impuestos y alcabalas, hasta que se desencadenó un furor popular que si bien ya venía incubándose entre la gleba humillada desde hacía mucho tiempo, fue en el Socorro —hoy Santander—, el día 16 de marzo de 1781, cuando una mujer, Manuela Betrán, cuya valentía hacía temblar a los ricos patricios criollos, arrancó el Edicto de medidas y lanzó protestas airadas contra las autoridades españolas y aún contra don Salvador Plata, perverso patricio y adinerado criollo de la región, quien al final es el verdugo de los sublevados.
Aquí, realmente empezó todo el avispero desafiante que como un incendio forestal, de pueblo en pueblo, creció hasta organizarse la marcha de muchedumbres armadas con piedras, palos, útiles de labranzas, escopetas y machetes, hacia Santa Fe. Se rompieron las cadenas de la esclavitud y los negros, los indios y los humildes saborearon la dignidad y acariciaron la esperanza. Las noticias de libertad se expandían y el nombre de un charaleño inteligente, fogoso y valiente volaba de boca en boca: José Antonio Galán, quien estuvo acampado en Zipaquirá, en las puertas de Santa Fe, dispuesto a tomarse la capital, saldar las injusticias por su raíz y emanciparse de España de una vez por todas; pero a la postre el capitán general del común don Juan Franciscoi Berbeo, magnate criollo que fungía de líder del populacho, conjuró la sublevación con una traición, y la justa causa se disipó en deserciones masivas que al final terminaron con la captura, juicio, ejecución de Galán y descuartizamiento de su cuerpo, y luego repartido sus miembros en varias provincias como señal execrable del escarmiento. Además, su nombre y su descendencia fueron declarados infames y su casa arrancada de los cimientos y regadas con sal, como lo hizo Catón, el aguerrido censor romano con Cartago, luego de las guerras púnicas en el año 157 a. de C.
“Así las cosas”, dice el maestro Indalecio Liévano Aqguirre, “la traición de Berbeo en favor del virrey Caballero y Góngora en complicidad con la oligarquía criolla, se entroniza como una práctica maldita que va echar raíces en toda nuestra historia y se acuña con el triste término del Berbeísmo, que es la entrega de las causas justas a los verdugos de la verdad y la justicia, tan solo para satisfacer mezquinos intereses y sentarse en la opulenta mesa de los privilegiados”.
En los años que siguieron a ‘Los comuneros’, hubo cruentas represalias y duras represiones contra todo lo que oliera a reclamos de igualdad, justicia y dignidad, pese a que ya la Asamblea Nacional Constituyente de Francia había proclamado los derechos inalienables del hombre, traducidos al español por don Antonio Nariño en 1794 y que le acarreó 10 años de cárcel en Cádiz, de donde se fugó y pasó a Francia en 1796. Es de anotar que hablar de igualdad, fraternidad y justicia en aquellos negros tiempos, era atentar contra la honra del rey y de Dios mismo, y ser declarado “compinche de los libertinos franceses” y castigado por infamia y traición a la patria.
Este era el escenario con que amaneció aquel 20 de julio de 1810: un pueblo reprimido por la crueldad de sus propios líderes criollos afincados en sus intereses personales, y con la caída de Fernando VII en poder de Napoleón, las autoridades virreinales estaban debilitadas; pues España estaba sumida en una guerra fratricida contra el corzo emperador francés que la había invadido en 1808. Sin embargo, esta coyuntura no fue aprovechada por los criollos, quienes temían más a las ideas libertadoras e igualitarias de Napoleón, que a la afrentosa arrogancia excluyente de la monarquía española. Ocurrió que ese 20 de julio, la Insurrección del Florero de Llorente, organizada por los patricios dirigentes Camilo Torres, Caldas, Acevedo y Gómez, Villavicencio, Baraya, los Lozanos, los Pey, los Santamaría, etc., estuvo a punto de fracasar, pero la milagrosa llegada ya por la noche de José María Carbonell, brillante joven líder de las barriadas de Santa Fe, y su acalorada huestes de humildes, permitió que los españoles quedaran reclusos en la casa virreinal, luego los encarceló y de paso evitó que se perdiera tan provechosa oportunidad para la patria. Pero para nada sirvió su heroica hazaña, puesto que después vinieron las hostilidades de la aristocracia contra todo lo que se pareciera a reclamos de igualdad, derechos y dignidad humana. Vino lo que llamamos despectivamente ‘La patria boba’, que fue una querella insulsa, inútil y dolorosa entre los centralistas, liderados por don Antonio Nariño y el pueblo santafereño y los federalistas, dirigidos por la Junta de Notables de la oligarquía criolla. La sumisión a España de esta junta de patricios, llegó hasta tal punto de indignidad que, luego del 20 de julio, y como temiéndole al cuero después de muerto el tigre, don Camilo Torres, leguleyo retardatario criollo, llegó a escribir en sus ‘Motivos’ estas tristes palabras: “Debemos oponernos a los errores de los libertinos franceses y conservarnos fieles a nuestro rey”. Léase por eso de errores la igualdad, concordia, la libertad y la fraternidad entre los seres humanos, enseñados ya hacía casi veinte siglos por Jesucristo en los bellos parajes de la Galilea y de Judea.
Todo está dicho: Esta contienda entre nosotros mismos, dejó a don Antonio Nariño traicionado una vez más por la parásita oligarquía criolla y luego deportado otra vez a las carracas de Cádiz, de donde saldría enfermo y moribundo para morir en 1823. Por esas ironías de la vida, en 1817 llega el español don Pablo Morillo, ‘El pacificador’ e instala en Santa Fe el fúnebre Régimen del Terror, donde, por culpa de la rebelión y posterior matanza contra sus huestes españolas en la isla de Margarita, fusila sorpresivamente a toda esa élite aristocrática que tanto daño le había hecho a la patria, y cuyos retoños malditos aún se envanecen entre las miserias que ellos mismos generan.
Luego, después de nuevos ríos de sangre, viene ‘La campaña libertadora’ de la mano de otro que le metió amor y pueblo a la causa de la Independencia: Simón Bolívar, y nos libera de la tiranía de España, pese a los mismos oligarcas criollos y a su obstinada sed de sumisión; y después, esas mismas élites que derrotaron a Galán y a Nariño, también lo llevaron al sepulcro en Santa Marta en 1830. Redundando en esta enfermiza ingratitud, un epitafio santanderista sobre la tumba de Bolívar en Caracas en 1842 decía: “Aquí yace el famoso longaniza, payaso imitador de don Quijote, a quien la adulación y la fama trastornó el cogote… antes era Dios, hoy es polvo y ceniza”.
Mas, la historia es abnegada y ha puesto las cosas en su sitio. Allí sigue la gloria de El Libertador creciendo como las sombras cuando el sol se inclina; y ellas, las parásitas oligarquías criollas, ayer lacayas de España, luego en ‘La revolución industrial’ de Inglaterra y ahora, no sabemos hasta cuándo, son abyectas ‘corifeas‘ de los Estados Unidos.
Hoy, esta patria aún sigue gimiendo y sangrando entre sus mentiras y miserias, pero la esperanza alumbra el camino de la fe perdida y parece despertar del sueño de siglos.