Superviviente

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El director de la Alianza-Francesa en Santa Marta Carlos Varón Q se vincula como escritor para El MuelleCaribe y envía crónica sobre la supervivencia de una migrante venezolana: Yaritza. ¡Bienvenido!

«Tinto tinto, limoncillo y canela»

Por Carlos Varón Q

«Tinto, tinto, limoncillo, canela», escucho su voz dulce y apacible cuando pasa frente a mi oficina, imposible no mirarla y no comprarle un cafecito, aunque muy azucarado para mí, lo disfruto observando su figura y escuchando su melodiosa voz.

«¿Cómo estáis?», me dice, «¿vos qué hacéis?». Y cuando le voy a contestar desaparece rápidamente atendiendo el llamado de dos personas en la esquina del frente.

Ella es Yaritza Conti, una mujer de trato amable, delgada con figura agraciada, ojos color miel y piel morena clara, que evidencia la mezcla europea, africana e indígena, que se repitió tantas veces en el Caribe americano para muchos, dando lugar a las mujeres más hermosas del mundo.

Yaritza hace parte de ese ‘ejército’ de mujeres venezolanas que diariamente, desde tempranas horas, se dispersan por toda Santa Marta a vender café.

Ganarme su confianza me costó mucho tiempo y muchos tintos, pero me contó algo de su compleja vida, la que comparte con miles de venezolanas que han abandonado su país por la crisis en que se encuentran desde hace varios años.

Imagen de portada: Simbología para un pasaje de la vida de Yaritza Conti en Santa Marta: los termos —su recurso para la supervivencia—, que logró en préstamo una vez dejó su cédula a cambio…. «Me prestaron los termos, los primeros días fueron duros», dice la mujer.

Como casi todos los días, Yaritza despierta a las cinco de la mañana, quisiera seguir acostada, le duelen los brazos y las piernas, el día anterior cargó cuatro termos vendiendo tinto, canela y limoncillo por todos los rincones del mercado samario durante horas; la competencia es dura y no pudo descansar mucho o hacer pausas largas, siente que la noche pasó rápido, no durmió lo suficiente, pero aunque quisiera seguir acostada al lado de sus hijos pequeños, no puede hacerlo, hay que seguir juntado para el arriendo, ahorrar para comprar zapatos a sus hijos y guardar algo para cumplir el deseo de uno de ellos, que quiere que el día de su cumpleaños vayan juntos a comer una hamburguesa gigante en McDonalds como lo hacían hace apenas un año, en su ciudad de origen, Cabimas, Venezuela.

Luego de su baño diario, se prepara un chocolate, dedica un buen tiempo a arreglarse, y aunque su closet no tiene mucha variedad de ropa o lujos, sabe, como muchas venezolanas, utilizar la creatividad para combinar prendas de colores que la hagan ver sensual.

Se pone una gorra de color azul con las insignias de Nike, da un beso a sus hijos que están desperezándose, vocifera algunas recomendaciones, se persigna dos veces y sale a enfrentarse a un nuevo día en esta calurosa ciudad.

Una vez en la calle, después de haber recogido los termos en la cafetería, inicia la venta.

Regresa nuevamente, se disculpa, se sienta un rato y aprovecha que el ventilador de la oficina echa aire fresco, me regala una sonrisa tímida y ya con la confianza que tengo de meses degustando su producto, me cuenta los últimos pormenores de su vida.

Muchas mujeres como Yaritza han encontrado en la venta del tinto, la canela y el limoncillo una forma de rebusque, un respiro para la vida complicada que es vivir como migrante, sin papeles, sin permiso de trabajo y sin ningún tipo de estabilidad, por eso su existencia no es nada fácil, al no contar con atención en salud, ni aportar dinero para una pensión. Además, debe enfrentarse a los prejuicios machistas, a la xenofobia de algunos colombianos que consideran que los venezolanos vienen a robar y las mujeres a prostituirse o quitar maridos.

Muchas venezolanas, y también colombianas, se rebuscan con la venta de tinto y otras bebidas aromáticas calientes.

Pero, también debe enfrentarse al clima, el calor del trópico es implacable y nunca hay jornadas suaves, muchas veces trabajan más de ocho horas y si llueve las ventas decaen. Los domingos y festivos normalmente son días perdidos y las jornadas en que la Policía decide hacer redadas contra vendedores ambulantes, se traduce en reducción de sus ventas.

«Nunca pensé venir aquí», me dice, mientras despacha un tinto a un joven que la mira lascivamente, sin emitir palabra, «yo vivía bien con mi esposo y mis hijos, ni siquiera trabajaba, pero la situación comenzó a empeorar, el dinero no alcanzaba y un día mataron a Johnny, mi marido, durante un atraco en el banco donde trabajaba como guardia de seguridad en Maracaibo, y desde allí todo cambió en mi vida.

«Durante meses no supe qué hacer, pensaba que las cosas en el país cambiarían rápido, pero no, todo ha ido empeorando, mis vecinos, mis primos, amigos, iban saliendo en oleadas, todos los días, todas las semanas a diferentes lugares, no solo hacia Colombia, también algunos a Ecuador, Perú, Brasil o Chile e incluso, un vecino mío está en el país de los canguros, Australia».

Pero las calumnias también han caído sobre estas mujeres, hace un tiempo dos portales de noticias de Facebook, publicaron el siguiente titular: “Toalla higiénica: El filtro de café que utilizan las venezolanas en Santa Marta”. La noticia se regó como pólvora en la ciudad, quizás la publicaron como algo jocoso para llamar la atención, pero muchas personas sintieron asco por el tinto y la reputación de las mujeres se fue al piso.

El director de Migración Colombia en Santa Marta expresó en su momento sobre esta noticia, que nunca dio declaraciones sobre el tema, y que el personal de la entidad desconoce dicho hallazgo.

“Sé lo que hacen mis funcionarios y en el desarrollo de los operativos no se ha presentado ese tipo de hechos”, recalcaba el director en ese momento. Consultamos con la oficina de comunicaciones de la Policía Metropolitana de Santa Marta, la veracidad de la noticia, pero ellos también aseguraron no tener conocimiento de esta situación, aun así el daño estaba hecho y aún hay gente que siente aversión por los tintos.

«El día que me vine, lloré todo el viaje, no quería dejar mis tres hijos, mi mamá, mis abuelos, mis cosas, pero qué podía hacer, sino echar pa’lante, llegué a Santa Marta donde una prima, allí había varios compatriotas durmiendo, apiñados, eso era horrible, dormía vestida y con una piedra al lado del sofá por si alguno quería sobrepasarse, seguí llorando hasta que se me acabaron las lágrimas.

«Mi prima me llevó a una cafetería, allí dejé la cédula y me prestaron los termos, los primeros días fueron duros, no solo por lo fatigante de enfrentarse al sol, también por los hombres, quienes creen que uno es buscona o que por la necesidad en que vivimos, debemos prostituirnos, pero la verdad una se hace respetar, a más de uno me tocó pararlo, el respeto es lo que más le pido a la gente, ya muchas personas me conocen y también hay gente que está pendiente de mí y me han ayudado regalándole cosas a mis hijos sin proponerme nada que me hiera o atente contra mi dignidad.

«Gracias a Dios he podido traer a mi familia, vivimos un poco estrechos, pero estamos todos juntos, nos ayudamos y apoyamos».

Mujeres venezolanas en su ruta hacia la búsqueda de mejores condiciones de vida.

En la ciudad no se tiene una cifra exacta del número de personas que se dedican a estas ventas, porque es fluctuante, hace unos años era casi exclusivo de hombres, con la llegada de las venezolanas el número de vendedores se incrementó y ahora incluso, muchas mujeres colombianas que han visto que el negocio funciona, también han decidido salir a vender estos productos.

Pero las más beneficiadas con este negocio del tinto han sido las cafeterías, para ellas es un negocio redondo, la inversión no es muy alta y no tienen ningún tipo de responsabilidad laboral o de seguridad social con las tinteras, muchas veces para que les rinda el tinto no le ponen suficiente café y los clientes se quejan por el sabor, lo que resulta un problema para las vendedoras y aunque el responsable es la cafetería, los clientes le echan la culpa a las mujeres a quienes reclaman sin tenerla.

Las ganancias es un tema controversial, depende de las veces que recarguen, el clima, la suerte y la competencia, pero, en un día bueno, me comenta Yaritza, puede ganar 60 mil libres. Claro, trabajando duro y parejo, cuando llega a casa lo único que quiere es dormir.

Yaritza Conti, después de descansar un rato y vender varios tintos en la oficia donde me encuentro, sigue su camino, se limpia la cara con una toalla que usa para el sudor, hace un gesto de resignación, se despide de mí y la veo perderse por la calle, gritando «¡tinto, canela, limoncillo!».

La inestabilidad y precariedad económica rodea a estas vendedoras informales quienes por azares del destino terminaron viviendo en nuestra ciudad. Su futuro está repleto de incertidumbres, algunas han regresado a Venezuela, otras se han casado o cambiado de rebusque, pero una mayoría siguen vendiendo tinto con la frente en alto, soñando y luchando, mientras esperan que el porvenir les sonría y les devuelva la esperanza de una verdadera calidad de vida o por lo menos regresar a la manera que conocieron antes de la crisis de su país.