Menesterosos

Menesterosos

Reflexiona el médico y poeta samario Alfonso Aarón Noguera sobre la indigencia, fenómeno que afecta no solo a su ciudad y su vocación turística, sino a casi todo el planeta.

Imagen de portada: cotidiana en Santa Marta o cualquier otra ciudad de Colombia y la Tierra: los ‘nadie’, los indigentes, los protagonistas diarios de la pobreza extrema.

¡La indigencia!

(Temas y reflexiones)

Por Alfonso Noguera Aarón MD.

Más allá de los fríos números estadísticos, usualmente sesgados y a conveniencia política de los gobiernos de turno, sería bueno echarle un vistazo a tan peliagudo problema de origen multifactorial, dado los muchos elementos coincidentes que llevan a una persona a ser indigente o habitante de la calle, o “chirretes”, como despectivamente les decimos por aquí para liberarnos de responsabilidades personales.

Según la definición de la RAE, la indigencia es aquella situación personal o colectiva que impide satisfacer las necesidades básicas de vivienda, alimentación y el bienestar mínimo para un ser humano.

Según información reciente del Dane, en Colombia hay un índice de pobreza alrededor del 48 por ciento de 52 millones de habitantes, siendo la línea de pobreza extrema per cápita de 160 mil pesos; o sea, ese es el último peldaño legal que pisa una persona entre las muchedumbres de pobres que le circundan para tomar la calle como hábitat obligado. Obvio, hay otros factores, como la drogadicción, las llegadas masivas de extranjeros ilegales, la violencia intrafamiliar, los trastornos psicoafectivos, las  frustraciones laborales, el desempleo, los despechos amorosos, las malformaciones físicas, las enfermedades crónicas, el abandono de ancianos y niños, la prostitución en todas sus fases, el analfabetismo, la exclusión familiar, el desarraigo social y la migración del campo y del pueblo a las ciudades, la violencia política y el desplazamiento forzado, etc. Todo esto está intrínsecamente interrelacionado en este gran problema de salud pública.

Un sector de la sociedad los llama “chirretes”, para liberarse de responsabilidades personales.

Debo aclarar que la indigencia limita por largos y oscuros trechos con la delincuencia y la drogadicción, y se interconvierten por el lado más riesgoso que es la indolencia personal, o pérdida de la autocensura y control de sí mismo y de la empatía con el prójimo. Por debajo de todos estos factores se esconde la madre maldita de casi todos los males de la sociedad: La Corrupción. Es ella quien por extracción delincuencial de los recursos económicos públicos deja sin oportunidades de participar legalmente a grandes sectores de la sociedad y de aportar con sus trabajos y sus virtudes; o —y hay que decirlo— precariza, por mera ineptitud, la institucionalidad que socorre a la población vulnerable, a los más necesitados y aún a los ya caídos en desgracia.

Cada una de estas situaciones amerita un estudio detallado por cuenta de sociólogos, psicólogos, filósofos y políticos realmente comprometidos con las causas justas. Cierto es que mucho de esto se debe a la corrupción, o apropiación de los dineros públicos por parte de los  delincuentes de cuello blanco, y dejan al pueblo sin posibilidades honestas de sobrevivencia, pero también la falta de educación ética y religiosa sumen a la persona en una carencia moral sin fondo ni medidas, y muchos indigentes asumen su minusvalía por cuenta propia, aunque con una personalidad diezmada por la drogadicción que toma el control de su ya nula voluntad y tan solo sobreviven por el falso y traicionero beneplácito de las drogas.

Pues bien, volviendo a nuestro entorno citadino de Santa Marta, vemos cómo a diario nuestras calles han sido invadidas por estos menesterosos que por alguna razón han caído en el infierno de vivir en la inmundicia, la exclusión social y el oprobioso riesgo de morir sin dolientes en la calle. El asunto no tuviera interés para muchos, si no fuera porque tal situación es incompatible con la vida en sociedad y sobre todo con el turismo, y no es necesario consignar aquí detalles del desagrado y el riesgo que implica su presencia.

Un indigente es por regla general una persona en total abandono individual, sin documentos de identidad ni ninguna otra identificación ni información personal. Muchos son pacíficos y deambulan como zombies por las calles céntricas, pero unos padecen agitaciones psicomotoras, potenciales amenazas para la sociedad. Se aglomeran en centros marginales como El Polvorín y El Boro y en la zona norte del Centro Histórico, ofreciendo escenarios dantescos de perdición y extravío humano, o se hacinan en terrazas o casas abandonadas, o simplemente duermen en los sardineles y hasta en medio de las calles sin que ninguna autoridad competente o institución educativa se digne hacer un estudio pormenorizado de su calamitosa situación. Muchos son prófugos de la justicia y otros portadores de enfermedades venéreas y contagiosas graves.

A cualquier hora o en cualquier lugar, duermen en la posición en que mejor se sientan. Irónicamente, llamémoslos “Seis menesterosos durmientes”.

¿Qué hacer? Por lo menos saberlo y no perder de vista el funesto fenómeno, para tener una oportuna y dinámica prestación institucional, y por supuesto que haya conciencia colectiva sobre la magnitud del problema; y hay que decirlo, este flagelo es de vieja data, aunque creciente día a día. Hacer un censo siempre actualizado para saber su identidad, su procedencia, circunstancias particulares que acarrearon su condición y valoración de su estado general, y esa información sea de acceso público. Por lo cual, es menester que las universidades que tengan alguna carrera humanista como la medicina, la sociología o la antropología y aún la psicología tomen parte del estudio de este fenómeno tan doloroso y complejo que en últimas nos atañe a todos. Lo deseable es la construcción de albergues y localidades donde se identifiquen los indigentes y se les haga seguimiento humanitario y médico y se ofrezcan los servicios de higiene, alimentación, rehabilitación mental, educación e incluso oportunidades sociolaborales de utilidad social. En otras ciudades ya los hay muy bien dotados.

En últimas, es el rediseño del Estado y la conciencia colectiva y las políticas públicas humanizantes los que tienen la última palabra, para que Colombia sea un país libre de estas vergonzosas roñas sociales que nos apenan a todos los habitantes, a la vez que ello genera empleos para aquellos corazones compasivos que ven en la ayuda al prójimo una extensión de su propia persona.

¡Dios tiene el control de todo, pero es el ser humano quien decide lo que debe hacer, sentir y pensar! Muchas gracias.

Imágenes de Alfonso Noguera Aarón MD.

Santa Marta, 12 de agosto de 2024