‘José Eustasio Rivera: autobiográfico, cauchero y soñador’, 5783 palabras que moldean un torbellino de información para aprender. Pieza magistral de don Vicente Pérez Silva, para leerla “de un solo tirón”.

Magistral conferencia sobre un hombre
llamado José Eustacio y su vorágine
Escrito de Vicente Pérez Silva, leído en la Academia Colombiana de la Lengua el lunes 15 de julio de 2024

Con motivo del centenario de la publicación de ‘La vorágine’, que se cumple a finales del presente año, nos hemos deleitado una vez más, con la lectura de esta obra de tan reconocidos merecimientos. En esta vez, nos han cautivado las manifestaciones autobiográficas que, a lo largo de sus páginas, el autor las enhebra de manera tan espontánea y llamativa como altiva y patética de su personalidad.
Si, como es sabido, la biografía es la historia o el testimonio de la vida de una persona, la autobiografía no es más que la vida personal, escrita por uno mismo. Es una expresión privativa de quien la refiere, ya con carácter estrictamente histórico o bien con sabor netamente literario. A la postre, esta modalidad revela los secretos más íntimos o las vivencias más recónditas de quien nos hace partícipes de su propia vida.
Pero, además, como lo dice el escritor Georges May “la autobiografía es quizás la forma literaria en la que se establece la más perfecta armonía entre el actor y el lector”.
Con esta convicción, y afectos como hemos sido de este género literario, creemos que nada mejor ni más apropiado en esta ocasión, que sea el mismo José Eustasio Rivera quien nos hable de sí mismo, de sus vivencias personales, de sus virtudes y defectos, de sus aciertos y desaciertos, de sus ideales y experiencias. En fin, que sea el creador de ‘Tierra de promisión’ y ‘La vorágine’, quien nos transmita la intimidad de sus sentimientos, de sus pensamientos y de sus sueños.

Para este empeño, sobra decirlo, en primer término lo hacemos espigando las expresiones autobiográficas que afloran a lo largo y ancho de la novela, y, en los textos escritos por Rivera, con motivo de las polémicas que se suscitaron , luego de la publicación del mencionado libro de sonetos Tierra de promisión y, de la novela La vorágine, entre Jose Eustasio Rivera y Eduardo Castillo, Manuel Antonio Bonilla y Ricardo Sánchez Ramírez , este último , escudado con el seudónimo de ‘Luis Trigueros’; y, el segundo de los nombrados, con los seudónimos de ‘Atahualpa Pizarro’ y ‘Américo Mármol’. Unos y otro, atacantes y defendido, habían entablado un duelo de considerables proporciones intelectuales, en el que nos es dado apreciar la calidad de las armas empleadas, a veces, punzantes como una daga de doble filo, en el arte de la ofensa y la defensa por medio de la palabra escrita. Así lo expresamos en el libro ‘Jose Eustasio Rivera, polemista’. A sus acrisoladas y reconocidas dotes de poeta, Rivera había agregado la de ágil y muy versado polemista.

Son tantos los rasgos personales que brotan de las exuberantes páginas de ‘La vorágine’ que, al igual que ha sido valorada como la novela por excelencia de la selva, también ha sido considerada una obra narrativa de carácter autobiográfico. Que este aspecto aparece de manera constante en el discurrir de su protagonista, lo demuestra plenamente el fragmento de la carta de Arturo Coba, el alter ego de José Eustasio Rivera, que abre las páginas de La vorágine. Breves líneas de un epígrafe que, a mi parecer, condensan el sumun y compendio de una vida. Voces tan sentidas y expresivas que es preciso escucharlas con la unción y atención que merecen:
…Los que un tiempo creyeron que mi inteligencia irradiaría, cual una aureola de mi juventud; los que se olvidaron de mí apenas mi planta descendió al infortunio; los que al recordarme alguna vez piensen en mi fracaso y se pregunten por qué no fui lo que pude haber sido, sepan que el destino implacable me desarraigó de la prosperidad incipiente y me lanzó a las pampas, para que ambulara, vagabundo, como los vientos, y me extinguiera como ellos sin dejar más que ruido y desolación.
Transcurrido el fragor de las polémicas, vuelve la mesura y la serenidad. Consecuente con una actitud de este alcance, Manuel Antonio Bonilla, el otrora furibundo atacante, en ponderado ensayo, reivindica y enaltece la personalidad de Rivera y la sustancia de sus obras. Allí, a semejanza de la autobiografía de don Quijote, “este que veis aquí…’’, nos traza el perfil de su imagen:
Este hijo del Huila, robusto de cuerpo, de temperamento sanguíneo , de estatura más que mediana, de facciones severas, despejado de frente y de ojos vivaces, franco y altivo de carácter, era un hombre, en la verdadera acepción del vocablo y que como tal procedió en todos los actos de su vida; que en Ibagué vivió por algún tiempo con cargo oficial y cultivando las letras; que mereció premio en un concurso literario para celebrar el centenario de nuestra Independencia, y que representó a su pueblo en el Congreso. Y poco más necesitamos saber para su gloria. Ante una figura de semejante portento, se impone preguntarnos ¿Quién fue realmente José Eustasio Rivera? Sin más dilaciones, nadie mejor ni más autorizado que su misma persona, la que satisfaga plenamente este interrogante:
Mi sensibilidad nerviosa ha pasado por grandes crisis, en que la razón trata de divorciarse del cerebro. A pesar de mi exuberancia física , mi mal de pensar, que ha sido crónico, logra debilitarme de continuo, pues ni durante el sueño quedo libre de la visión imaginativa. Frecuentemente las impresiones logran su máximum de potencia en mi excitabilidad, pero una impresión suele degenerar en la contraria a los pocos minutos de recibida. Así, con la música, recorro la gama del entusiasmo para descender luego a las más refinadas melancolías; de la cólera paso a la transigente mansedumbre, de la prudencia a los arrebatos de la insensatez. En el fondo de mi ánimo acontece lo que en las bahías: las mareas suben y bajan.
Dos lugares de nuestro grandioso país, desde muy joven atrajeron y subyugaron sobremanera, el espíritu de José Eustasio Rivera: Los Llanos orientales y la Selva amazónica, en los sitios de Casanare, Vaupés y Putumayo. Al punto y medida que la primera parte de ‘La vorágine’ está dedicada a la inmensidad de los llanos y las dos restantes a la majestuosidad de la selva. De este primer espacio geográfico, lo hace con la siguiente descripción:
Al descender el barranco que nos separaba de la curiara, torné la cabeza hacia el límite de los llanos, perdidos en una nébula dulce, donde las palmeras me despedían. Aquellas inmensidades me hirieron, y, no obstante, quería abrazarlas. Ellas fueron decisivas en mi existencia y se injertaron en mi ser. Comprendo que en el instante de mi agonía se borrarán de mis pupilas vidriosas las imágenes más leales; pero en la atmósfera sempiterna por donde ascienda mi espíritu aleteando, estarán presentes las medias tintas de esos crepúsculos cariñosos, que, con sus pinceladas de ópalo y rosa, me indicaron ya sobre el cielo amigo la senda que sigue el alma hacia la suprema constelación.

Durante este recorrido del más deslumbrante encantamiento, según el mismo aventurero lo dice, todo pasión y arrebato, fueron sus hermanos el sol, el viento y la tempestad.
Cabe anotar que, de esta experiencia nos queda el texto de una carta de fecha 22 de febrero de 1916, que Rivera dirigió a sus amigos Elías Quijano y Guillermo Arana. Un documento de carácter netamente autobiográfico e instructivo, en el que apreciamos sus más intensas y variadas vivencias descriptivas, propias del viajero atento, vidente y sensitivo.
Y ante el gran portento de la selva, misteriosa y embrujadora, nos cautiva con un canto que brota de la inspiración de un auténtico poeta:
¡Oh selva, esposa del silencio, madre de la soledad y de la neblina! ¿Qué hado maligno me dejó prisionero a tu cárcel verde?… Tú eres la catedral de la pesadumbre donde dioses desconocidos hablan a media voz, el idioma de los murmullos, prometiendo longevidad a los árboles imponentes, contemporáneos del paraíso ….
Tú tienes la adustez de la fuerza cósmica y encarnas un misterio de la creación. No obstante, mi espíritu sólo se aviene con lo inestable, desde que soporta el peso de tu perpetuidad, y, más que a la encina de fornido gajo, aprendí a amar a la orquídea lánguida, porque es efímera como el hombre y marchitable como su ilusión.
Déjame huir, oh selva, de tus enfermas penumbras, formadas con el hálito de los seres que agonizaron en el abandono de tu majestad. ¡Tú misma pareces un cementerio enorme donde te pudres y resucitas! ¡Quiero volver a las regiones donde el secreto no aterra a nadie, donde es imposible la esclavitud, donde la vida no tiene obstáculos y se encumbra el espíritu en la luz libre! ¡Quiero el calor de los arenales, el espejo de las canículas, la vibración de las pampas abiertas! ¡Déjame tornar a la tierra de donde vine para desandar esa ruta de lágrimas y sangre que recorrí en nefando día, cuando tras la huella de una mujer me arrastré por montes y desiertos, en busca de la Venganza, diosa implacable que sólo sonríe sobre las tumbas!
En medio de la selva el impenitente explorador se ha connaturalizado con el torbellino o con el lento correr de los ríos; con el fuego canicular del sol; con la fuerza incontenible de los vientos o los huracanes; con el caudal tenebroso de las tormentas o las tempestades; con la acogida de los árboles. La frondosidad de sus ramas le infunden tanto ánimo que el mismo transeúnte en brotes de sublimación, se considera un hombre árbol. ¡Ah! La vida de los bosques; ¡Ah! la vida de sus árboles, de quiénes el narrador de marras, hace estos admirables reconocimientos:

El Alma es como el tronco del árbol que no guarda memoria de las floraciones pasadas sino de las heridas que le abrieron en la corteza… ¿Por qué los árboles silenciosos han de negarse a decirle al hombre lo que debe hacer para no morir?
Aún más, es tanto el apego con los árboles que, con el convencimiento que le asiste, no repara en decirnos:
Nadie ha sabido cuál es la causa del misterio que nos trastorna cuando vagamos en la selva. Sin embargo, creo acertar en la explicación: cualquiera de estos árboles se amañaría, tornándose amistoso y hasta risueño, en un parque, en un camino, en una llanura, donde nadie lo sangrará ni lo perseguirá; más aquí todos son perversos, o agresivos, o hipnotizantes. En estos silencios, bajo estas sombras, tienen su manera de combatirnos: algo nos asusta, algo nos crispa, algo nos oprime, y viene el mareo de espesuras, y queremos huir y nos extraviamos, y por esta razón miles de caucheros no volvieron a salir nunca.
La experiencia y la sabiduría de don Clemente Silva, no debían callar, cuando aconseja:
No mirar los árboles, porque hacen señas, ni escuchar los murmurios, porque dicen cosas, ni pronunciar palabra, porque los ramajes remedan la voz.
Y refiriéndonos a los secretos que esconden los árboles, no tardemos en recapacitar o recordar que Rivera vivió entre los árboles del caucho y convivió con los caucheros. Imposible, entonces, no allegar estas vivencias autobiográficas de tanta expresividad y relevancia:
¡Yo he sido cauchero! yo soy cauchero. Viví entre fangosos rebalses, en la soledad de las montañas, con mi cuadrilla de hombres palúdicos, picando la corteza de unos árboles que tienen sangre blanca, como los dioses.
A mil leguas del hogar donde nací, maldije los recuerdos porque todos son tristes: ¡el de los padres, que envejecieron en la pobreza, esperando apoyo del hijo ausente; ¡el de las hermanas, de belleza núbil, que sonríen a las decepciones, sin que la fortuna mude el ceño, sin que el hermano les lleve el oro restaurador!…
¿Quién estableció el desequilibrio entre la realidad y el alma incolmable? ¿Para qué nos dieron alas en el vacío? ¡Nuestra madrastra fue la pobreza, nuestro tirano, la aspiración! Por mirar la altura tropezábamos en la tierra; por atender al vientre misérrimo fracasamos en el espíritu. ¡Sólo fuimos los héroes de lo mediocre!…
Mas yo no compadezco al que no protesta. Un temblor de ramas no es rebeldía que me inspira afecto. ¿Por qué no ruge toda la selva y nos aplasta como reptiles para castigar la explotación vil? ¡Aquí no siento tristeza sino desesperación! ¡Quisiera tener con quien conspirar! ¡Quisiera librar la batalla de las especies, morir en los cataclismos, ver invertidas las fuerzas cómicas! ¡Si Satán dirigiera esta rebelión!…
¡Yo he sido cauchero, yo soy cauchero! ¡Y lo que hizo mi mano contra los árboles puede hacerlo contra los hombres!
Como lo dijimos en un comienzo, a raíz de las publicaciones de ‘Tierra de promisión’ y ‘La vorágine’, como era de esperarse, José Eustasio Rivera fue el sujeto de las más duras críticas de distinguidos escritores e intelectuales, en favor y en contra, más en contra que en favor: al punto de haberse desatado fuertes enfrentamientos en ofensa y defensa de dichas revelaciones. Ante una situación de estas características que, desde luego, tanto repercutieron en la opinión pública, apenas natural que el autor justificara su defensa hablando de sí mismo. En realidad, así lo hizo, sin titubeo alguno, mediante las consideraciones con las cuales fundamenta el contenido y desarrollo de sus obras.

Dicho lo anterior, proseguimos con nuestra inquietud de espigar algunos rasgos autobiográficos del autor, relacionados con su libro ‘La vorágine’ y con ‘Tierra de promisión’. Este último, que vio la luz pública en el año de 1921, sobre el cual, creemos pertinente destacar las siguientes manifestaciones:
No me disgusta, y por lo contrario, conquista mi agradecimiento, toda crítica de mi libro, sean cuales fueren sus conceptos y sus conclusiones. Al ofrecer mi primera obra al público, no ambicioné otra cosa distinta de que se me discutiera amplia y libremente, pero al menos con relativa justicia. Por esto saldré a la defensa de mi labor, no por vanidad, toda vez que en el ataque a ella esos principios de equidad no hayan sido, en mi concepto, tenidos en cuenta.
Yo no espero tener formada mi personalidad, en ese campo, antes de veinte años. Apenas estoy en el periodo de la iniciación. Pero por lo pronto, en estos momentos adelanto, y antes de pocos días finalizaré, el contrato para la publicación de un nuevo libro.
En una de sus réplicas que dirige a uno de sus contradictores, lo hace con esta contundente reflexión.
Querido Atahualpa, todas mis culpas podrán enmendarse; pero esta de la independencia de criterio, ha formado en mí una segunda naturaleza y nunca saldrá de mi condición. Admiro a los literatos de mi país, sin que la amistad desvíe mis conceptos ni el entusiasmo por sus obras enloquezca mi lengua, haciéndola hablar en circunstancias inoportunas. Aún más, rechaza el procedimiento de inventariar las deficiencias de mi obra, pues olvidándote de “como soy, me juzgan por lo que se les antoja que debiera ser, y has tenido la peregrina ocurrencia de medirme con la vara que se les aplica a los escritores de primer orden… ¿imaginas que en edificar se gasta igual tiempo que en destruir y que la piqueta y la pluma tienen la misma virtud?”.

Más adelante hace incontenible este anhelo:
La novela, mi querido amigo, es el género literario más difícil de someterse a normas especiales. Narrar una acción fingida en todo o en parte, donde entren en juego personajes que si son reales pasen por legendarios, y si imaginados, adquieran ciudadanía en la realidad; infundirles pasiones y crearles por razón de ellas conflictos interesantes dentro del medio en que se muevan; poner en armonía o en oposición sus almas, entre ellos mismos y la naturaleza circundante, que influye en la vida humana como el “fatum” de los antiguos; darles rostro, estatura, lenguaje, es algo tan complejo y a la vez tan satisfactorio, que aunque todos probamos a intentarlo sólo a pocos es dado cumplirlo porque el don de crear almas es un don de Dios…
Luego de otras consideraciones de similar temor que Rivera estima convenientes en defensa de su obra poética, concluye:
La perfección ha sido siempre una quimera, tras de la cual encamina el hombre sus aspiraciones, sin que nunca la realidad sepa corresponder a la grandeza del empeño.
Imperdonable dejar a un lado el hondo sentido que entrañan estas expresiones que a nuestro parecer valen tanto o más que un tratado de estética literaria:
Con la belleza no se razona… el buen gusto y la belleza no admiten códigos.
¿Para qué más?
Tres años después de ‘Tierra de promisión’, a fines de 1924, José Eustasio Rivera publica una obra con el tan sugestivo como sugerente título de ‘La vorágine’; es decir, “Un remolino impetuoso”.
Una obra que, a cien años de su alumbramiento, todavía nos envuelve una incontenible racha de violencia. Con sobrada razón, el convencido protagonista aldespuntar tan sobrecogedor emprendimiento, nos sorprende con esta justificación: Antes de que me hubiera apasionado de mujer alguna, jugué mi corazón al azar y me le ganó la violencia.
El azar, el destino, la suerte, o los hados inescrutables que fueren, le abrían un nuevo camino y muchos horizontes. El personaje a quien lo ha sorprendido un cambio tan violento, se ha constituido en un visionario de la misma violencia, la de ayer, la de hoy y la de siempre.

¿Acaso, no estamos ante una humanidad violenta, en sus más diversas dimensiones y manifestaciones? Violencia con las armas, violencia con las imágenes tenebrosas que despliegan los noticieros de la T.V., violencia con las armas, violencia con las palabras. Quién lo creyera, las palabras también matan. Increíble, pero también anidamos violencia en los espíritus.
Digámoslo de una vez por todas. No obstante, el tiempo transcurrido, contamos con una novela de la más honda raigambre histórica y de un carácter eminentemente social. Una obra que nace en las propias entrañas de la selva. En breves palabras, el creador nos entrega su personal apreciación de inconformidad:
Va para seis semanas que, por insinuación de Ramiro Estévanez, distraigo la ociosidad escribiendo las notas de mi odisea, en el libro de Caja que el Cayeno tenía sobre su escritorio como adorno inútil y polvoriento. Peripecias extravagantes, detalles pueriles, páginas truculentas forman la red precaria de mi narración, y lo voy exponiendo con pesadumbre, al ver que mi vida no conquistó lo trascendental y en ella todo resulta insignificante y perecedero.
Bogota, año de 1924. La vorágine no fue recibida con beneplácito; por el contrario, fue comentada con desdén e indiferencia. Al extremo de que un distinguido integrante del grupo intelectual, llamado ‘Los nuevos’, de manera despectiva escribió:
Ante todo, les diré que siento una repugnancia invencible por lo que ha dado en llamarse género vernáculo en el que los tipos populares y los aspectos de una naturaleza lujuriosa le dan un tinte de tropicalismo dudoso.
De otra parte, Luis Trigueros, el crítico más impetuoso contra Rivera, también terció con su cuarto de espadas, con esta arremetida:
La vorágine es un enredo novelesco que carece de método, de orden, ilación.
Sin tardanza alguna, el ofendido saltó a la palestra con esta altiva recriminación:
Yo creo haber realizado una hazaña en las descripciones, encerrando grandes panoramas en dos o tres rasgos, o exhibiendo detalles, con un solo epíteto, o condensando en una sola frase toda una situación. Creo que, sin mermar la eficacia y el sentido, reduje a pocas líneas lo que a primera vista requería extensas páginas. Tengo derecho a saber si esto es meritorio y si estoy en lo cierto. Creo que, en fuerza, color, luz y paisajes, mi novela no tiene que envidiarle a ninguna otra colombiana.

La acerada pluma de Rivera, concluye con la plena motivación y, justificación de su labor, cristalizada en una obra centenaria que cobra entera vigencia:
Mas lo que no puedo perdonarte nunca, le impreca a Trigueros, es el silencio que guardas con relación a la trascendencia sociológica de ‘La vorágine’, que es el mejor aspecto de la obra, según lo declara el doctor Gil Fortuol. ¿Cómo no darte cuenta del fin patriótico y humanitario que la tonifica y no hacer coro a mi grito en favor de tantas gentes esclavizadas en su propia patria? ¿Cómo no mover la acción oficial para romperles sus cadenas? Dios sabe que al componer mi libro no obedecí a otro móvil que al de buscar la redención de esos infelices que tienen la selva por cárcel. Sin embargo, lejos de conseguirlo, les agravé la situación, pues sólo he logrado hacer mitológicos suspadecimientos y novelescas las torturas que los aniquilan. “Cosas de ‘La vorágine’”, dicen los magnates cuando se trata de la vida horrible de nuestros caucheros y colonos de la zona amazónica. Y nadie me cree, aunque poseo y exhibo documentos que comprueban la más inicua bestialidad humana y la más injusta indiferencia nacional. Tú, que fuiste Cónsul en Manaos cuando los crímenes de la selva llegaron a su apogeo, ¿por qué callas hoy como ayer, en vez de comentar mi denuncia destacándola nítidamente a la faz del país, y te ocupas solo en minucias y trivialidades?
El frondoso árbol autobiográfico de José Eustasio Rivera despliega atractivos y atrayentes ramales que nos hacen entrever sus raíces. Las raizales virtudes de un hombre enhiesto como un roble. De ellas emana la altivez de su personalidad; la verticalidad y entereza de su carácter; la viveza de su temperamento, la fortaleza de sus ideas y convicciones. Un exponente que hizo gala de su modestia y de susencillez; del todo ajeno a las frivolidades y a la ostentación “Desecho los pergaminos y las mentiras sociales”… No se avergüenza de lo que escribe, piensa, sueña y desea…

Aunque ya lo hemos dicho, no sobra repetirlo. Nuestro objetivo no ha sido otroque José Eustasio Rivera hable de sí mismo, inseparable de su “amigo mental”. Con este deseo, imposible omitir esta su personal reflexión:
Amaba de la vida cuanto era noble: el hogar, la patria, la fe, el trabajo, todo lo digno y lo laudable. Arca de sus parientes, vivía circunscrito a su obligación, reservándose para así los serenos goces espirituales y conquistando de la pobreza el lujo real de ser generoso. Viajó, se instruyó, comparó civilizaciones, comprendió a hombres y a mujeres, y por todo aquello adquirió después una sonrisilla sardónica, que tomaba relieve cuando ponía en sus juicios la pimienta del análisis y en sus charlas la coquetería de la paradoja.
De suma ponderación y trascendencia sus reconocimientos corresponden integralmente a sus convicciones y a sus íntimos sentimientos:
Poseía viveza en mis ojos, ingenio en mis palabras, ardentía en mi decisión… Sé cuánto me falta, sé a cuánto aspiro. De allí mi esquivés al exhibicionismo, mi tibieza por lo pasajero y convencional…
La quimera que persigo es humana, y pienso que de ella parten los caminos para el triunfo, para el bienestar y para el amor… El ideal no se busca, lo lleva uno consigo mismo… El hombre de talento debe ser como la muerte que no reconoce categorías.
Tema de especial atención, detenimiento y atracción en la vida de José Eustasio Rivera, es el relacionado con el amor y la mujer. Uno y otra fueron parte de su vida. De su mayor anhelo el “amor ideal”. El amor en su vida, en sus sueños y en la urdimbre natural de su inspiración. El amor y la mujer durante la errancia en la inmensidad de los Llanos Orientales. Y, en sus aventuras en medio del embrujo de la selva…
Una y otra vez, es preciso no olvidar que, el creador de ‘La vorágine’, fue ante todo y sobre todo un poeta. Bien sabemos que “el amor es poesía, como toda creación es un acto de amor”. Y, ni qué decir de la mujer, “la creadora del universo… el fundamento del mundo”. En fin, la Encarnación del amor y de la vida.
A un lado de todo cuanto se ha dicho y se ha escrito a lo largo de los tiempos, en torno al eterno tema del amor, y el inseparable de la mujer, nada mejor que escuchar las sentidas confesiones, propias de quien vivió entre las madejas fugaces del amor:

Fama de rendido galán gané en el ánimo de muchas mujeres, gracias a la costumbre de fingir, para que mi Alma se sienta menos sola. Por todas partes fui buscando en qué distraer mi inconformidad, e iba de buena fe, anheloso de renovar mi vida y de rescatarme a la perversión: pero donde quiera que puse mi esperanza hallé lamentable vacío, embellecido por la fantasía y repudiado por el desencanto. Y así, engalanándome con mi propia verdad, logré conocer todas las pasiones y sufro su hastío, y prosigo desorientado, caricatureando el ideal para sugestionarme con el pensamiento de qué estoy cercano a la redención. La quimera que persigo es humana, y bien sé que de ella parten los caminos para el triunfo, para el bienestar y para el amor. Más han pasado los días y se va marchitando mi juventud sin que mi ilusión reconozca su derrotero; y viviendo entre mujeres sencillas no he encontrado la sencillez, entre las enamoradas el amor, ni la fe entre las creyentes. Mi corazón es como una roca cubierta de musgo, donde nunca falta una lágrima. Hoy me ha visto usted llorar, no por flaqueza de ánimo, que bastante rencor le tengo a la vida: ¡lloré por mis aspiraciones engañadas, por mis ensueños desvanecidos, por lo que no fui, por lo que ya no seré jamás! …
Hay más todavía. En arrumacos y ternuras del amor, el tiempo vale más que el precioso metal.
¡Indudablemente la madona Zoraida Ayram era extraordinaria! Intenté quererla, como a todas, por sugestión. ¡La bendije, la idealicé! Y recordando las circunstancias que me rodeaban, lloré por ser pobre, por andar mal vestido, por el sino de tragedia que me persigue…

Calamidades físicas y morales se han aliado contra mi existencia en el sopor de estos días viciosos. Mi decaimiento y mi escepticismo tienen por causa el cansancio lúbrico, la astenia del vigor físico, succionado por los besos de la madona. Cual se agota una esperma invertida sobre su llama, acabó presto con mi ardentía esta loba insaciable, que oxida con su aliento mi virilidad.
Y la odio y la detesto por calurosa, por mercenaria, por incitante, por sus pulpas tiranas, por sus senos trágicos. Hoy, como nunca, siento nostalgia de la mujer ideal y pura, cuyos brazos brinden serenidad para la inquietud, frescura para el ardor, olvido para los vicios y las pasiones. Hoy, como nunca, añoro lo que perdí en tantas doncellas ilusionadas, que me miraron con simpatía y que en el secreto de su pudor halagaron la idea de hacerme feliz.
Nada, nada que extrañar. ¿Acaso Cervantes, durante el cautiverio de Argel, no estuvo locamente enamorado de una bella mora, de nombre Zoraida?
Yo estoy por creer, a pie juntillas que, el soneto ‘Adiós’, publicado en octubre de 1923, es decir, un año antes del alumbramiento de ‘La vorágine’, fue inspirado por la madona Zoraida, como él mismo alucinado lo reconoce, una mujer “extraordinaria”. Zoraida, nombre de origen árabe, cuyo significado corresponde plenamente al calificativo de “extraordinaria”: una mujer que cautiva. En arrebatos de amor, el subyugado sabía muy bien, por qué lo decía; y, más intensamente, porque así lo sentía.
Todo muere en nosotros con esta despedida;
los dos desde este instante cambiaremos también…
sombra serás mañana por mí desconocida,
distinto seré entonces del que tus ojos ven.
El viento que hoy deshoja la rama florecida,
luego de los retoños alegrará el vaivén.
Se estrechan nuestras manos antes de la partida,
que pronto a extraños seres les brindarán sostén.
¡Adiós! cruenta palabra que inventó la tristeza,
eco de lo que acaba, grito de lo que empieza,
súplica de los ojos que no quieren llorar…
Me abrazas y vibramos en un solo gemido
tú por la angustia efímera del recuerdo querido,
yo por la certidumbre de que voy a olvidar.
Nuestro propósito se ha cumplido, aunque en temas tan protuberantes y complejos, quizás de manera insuficiente. Con todo quedan aquí consignados ciertos rasgos autobiográficos que mejor nos dan a conocer quién fue José Eustasio Rivera, fallecido en la plenitud de su vida, de sus proyectos y de sus sueños.
No obstante, este fatal suceso y el paso del tiempo, ¡una centuria de años!, ‘La vorágine’ sobrevive, porque ella contiene la historia de funestos episodios, la reivindicación de la justicia social, el repudio de la esclavitud y la explotación humanas, y lo que es más, vuelve por el sostén y defensa que debemos tener y mantener por la naturaleza.
Damos término a las reminiscencias autobiográficas antes referidas, con una breve y muy sentida expresión en la que transluce la frustración de sus ideales, de sus sentimientos y de sus sueños.
¿José Eustasio Rivera, un soñador?

La respuesta no admite duda alguna. Creemos que lo fue de ambiciosas y fundamentadas proyecciones, en beneficio y justiciera reivindicación de los explotados y esclavizados indígenas, de los colonos y caucheros. Un soñador, asimismo, de la soberanía nacional y la defensa de las más apartadas fronteras de nuestro país.
En fin, un soñador que disfrutó de otros mundos lejanos e ignotos; que se acercó al alma de unos seres humanos de vida denigrante e inmerecida; que conoció costumbres y ritos indígenas ancestrales nunca imaginados. Infortunadamente, circunstancias de diverso orden, y lo que es peor, de indiferentes voluntades del gobierno, del parlamento y de la ciudadanía en general, le fueron adversas. Para qué más lucubraciones, ni qué lamentaciones, ¿si la desolación de estas contadas líneas lo dice todo?
¡Sueños irrealizados, triunfos perdidos! ¿Por qué sois fantasmas de la memoria, cual si me quisierais avergonzar? ¡Ved en lo que ha parado este soñador: en herir al árbol inerme para enriquecer a los que no sueñan; en soportar desprecios y vejaciones en cambio de un mendrugo al anochecer!
En un día ya muy lejano, que resiste el ímpetu del tiempo, el infatigable narrador y visionario de ‘La vorágine’, le implora al diestro rumbero, conocedor y orientador de los caminos en medio de la selva, y por más señas pastuso: Don Clemente, cuide mucho esos manuscritos y póngalos en manos del Cónsul. Son la historia nuestra, la desolada historia de los caucheros ¡cuánta página en blanco!, ¡cuánta cosa que no se dijo!
José Eustasio Rivera, ya lo hemos dicho, y, él mismo lo confiesa, fue un hombre altivo y de carácter. La verdad fue su escudo de lucha. Desechó las actitudes sombrías. Ante el cúmulo de adversidades vividas y padecidas, le faltaron cosas por escribir. Al contrario, en las páginas de ‘La vorágine’, hay silencios que gritan y estremecen, “con ímpetu de tormenta”.
Ciertas páginas, con visos enigmáticos, es preciso leerlas entre líneas, para ver de desentrañar, o cuando menos, imaginar cuantas cosas que el mago cauchero vio y oyó, vivió, sintió y padeció en carne propia, durante sus travesías, que mejor fuera no recordarlas. Tantas y tantas inequidades y crímenes inhumanos que causan estupor y desgarran el alma del más irracional e insensible de los humanos. Oportuno e imperdonable no apropiarme honradamente de esta lacónica frase que define de modo objetivo ‘La vorágine’, “una novela cortada de la carne viva” de su autor.
En esta forma, hemos tributado el homenaje que merece la memoria de José Eustasio Rivera, convertido en símbolo de la naturaleza. Un explorador consubstanciado con el esplendor de la naturaleza en los sitios en donde vivió, se extasió y también escribió; un soñador connaturalizado con la selva telúrica en donde padeció, fue víctima de la desolación, y también amó y quiso morir.
Cuánto más por decir de ‘La vorágine’, un legado por excelencia que sobrevive y nos convoca en este centenario de su advenimiento, no solamente a la lectura y análisis, critica y valoración de su contenido, sino a la reflexión de sucesos que atañen o coinciden con las circunstancias de adversidad, terror y violencia que vivimos y por las que atraviesa la humanidad.
Como culminación de este recorrido, así sea de manera fugaz, debo agregar que, en la floración poética de José Eustasio Rivera, tampoco faltan los raptos alusivos a su misma persona. Otro aspecto que, desde luego requiere mayor detenimiento. Para corroborar esta manifestación, nada mejor que deleitarnos con el sentimiento íntimo y premonitorio de su delicada inspiración:
Hoy que diviso el valle de la vejez me asiste
el fracasado anhelo de lo que nunca he sido;
y al ver la senda sola y el cielo atardecido
me siento más humano puesto que soy más triste. Sí efímero es el
triunfo, perdido fue el empeño;
Y así voy declinando con esta pesadumbre:
¡cuán corta fue mi vida para tan grande ensueño!
Ciertamente, qué corta fue la vida de José Eustasio Rivera. Pero cuán larga, cuán intensa la vida creativa y fecunda de su esclarecido talento.

Dijimos en un comienzo que José Eustasio Rivera abre las páginas de ‘La vorágine’ con un epígrafe netamente autobiográfico; y, coincidentemente las concluye con esta confesión que brota de las más profundas hondonadas de su ser, confesión que nos conmueve el alma:
¡Santa Isabel! En la agencia de los vapores dejé una carta para el Cónsul. En ella invoco sus sentimientos humanitarios en alivio de mis compatriotas, víctimas del pillaje y la esclavitud, que gimen entre la selva, lejos de hogar y patria, mezclando al jugo del caucho su propia sangre. En ella me despido de lo que fui, de lo que anhelé, de lo que en otro ambiente pude haber sido. ¡Tengo el presentimiento de que mi senda toca a su fin, y, cual sordo zumbido de ramajes en la tormenta, percibo la amenaza de la vorágine!
Cuánto va de ayer a hoy. Mientras Jose Eustasio Rivera percibe “una amenaza de la vorágine”, nosotros padecemos, no una, si no otras vorágines que se suceden una tras otra y nos alteran el ritmo ordinario de la vida que tanto merecemos. Bogotá,