José Orellano abre el relicario de los recuerdos para sumergirse-sumergirnos en un remolino de vivencias festivas: el Carnaval de Barranquilla, vibrando en cada evocación, entre risas, bailes y guayabo eterno.

Carnaval evocativo

Por José Orellano
A la distancia, un imaginado tuqui-tuqui percusivo del Carnaval de Barranquilla me estremece los pliegues del alma.
Bajo mi cabellera desordenada agito las neuronas de las evocaciones y me veo, junto con Laurian Puerta, echando pata en la Batalla de Flores por la avenida 20 de Julio, fungiendo los dos de ‘Manos flojas-pone boa’, que en Carnaval todo pasa.
También me veo rodando por ese mismo escenario con Luz Amparo, María Verónica y Gloria Sofía Silva Lizarazo como mi séquito imperial carnavalero, ataviado yo con una bata de levantarse de cuadritos marrones sobre fondo beige y una bolsa para hielo, color zanahoria, llena de Ron Blanco puesta en la cabeza. Y veo venir directo hacia mí a la antropóloga Gloria Triana y su camarógrafo pidiéndome ella, para incorporarlo a su ‘Yuruparí’ televisivo, que repita ese rezo angustiado que, en el post, pregona lamentos roneros: “¡Qué guayabo tan hijuepuuuuuuuuuuta!”… Era mi disfraz ‘Guayabo eterno’.

No puede escaparse de la cárcel de los recuerdos mi participación —batuta en mano—, en aquella primera edición del disfraz ‘La chiva periodística’ nacida en la vieja sede de El Heraldo en la calle 33 entre carreras 40 y 41, calle Real entre La Paz y Progreso: la protagonista principal, en un reparto complementado por los redactores más jóvenes del periódico, era un ejemplar caprino, hembra, que, tras el agotador desfile por la 20 de Julio, ida y vuelta, había de terminar degollada y hecha suculenta muestra gastronómica de Evelina Dolores, mi mamá, a la madrugada, en el patio de mi casa en Soledad.
Era un emperramiento total con la expresión folclórica más auténtica de Colombia, una extendida, intensa y dulce entrega sin cortapisa —ni sujeciones al qué dirán ni a las consecuencias que pudiera traer, especialmente en los planos sentimental o laboral—, un emperramiento que comenzaba con la lectura del bando y se paseaba por los viernes de Reina y los bailes y verbeneas de pretemporada, para terminar paladeando éxtasis pleno: placer, emoción, felicidad, sobre cualquier intento de obstáculo, durante los cuatro días de un imperio al que, para entonces, veíamos como el espontáneo desorden mejor ordenado del mundo.
La Guacherna, la Batalla de Flores, la Gran Parada en sus dos manifestaciones: tradición y comparsas, el Festival de Orquestas, el Entierro de Joselito —y también lo que aportó el Carnaval del Sur más otras expresiones culturales procedentes del pueblo pueblo—, eran escenarios para el desenfreno total de alguien que, como yo, nació el 7 de noviembre. Hecho que asocié, desde entonces, al creer generalizado de que quienes, en el Atlántico, venimos al mundo en el undécimo mes del año somos, en parte, producto de una juerga carnavalera. Papá y mamá siempre me dijeron que pudo haber sido, pero que el principal ingrediente para haberme engendrado/concebido había sido el amor mutuo entre ellos y la búsqueda del varón, cuando ya ellos eran progenitores de tres mujeres.

En este desenterrar de recuerdos que recreo desde las alturas del cuarto escalón del séptimo piso y que van más allá de meros recuerdos —rememoraciones repletas de intensidad, de nostalgia, de afectos, de aromas, sabores, colores, besos furtivos, romances fugaces— fijo punto en ‘La puya loca’ de Mabel Morales Ramos y me congrego con Juan Gossain, Sigifredo Eusse, Carlos Lajud Catalán, Tito Vega, Lola Salcedo, entre otros, y en solo segundos salto al baile de los pelaos de la Cruz Roja Juvenil, ‘Espérame entre palmeras’, y me veo con la palangana de butifarras soledeñas con bollo’e yuca que hasta allí había llevado con el propósito de rebuscarme unos pesos mientras parrandeaba. El máximo consumo había de lograrlo Gossain, con segundo puesto de Lajud Catalán, pero la experiencia resultó irrepetible: todo terminó en un negocio de cortesías y fiados, de estos que nunca se saldan. ¡Pérdida total! en lo económico, pero afincamiento de colegaje y amistades en los social.
Ahora evoco aquellos tiempos de libre y seguro desplazamiento por las calles de Barranquilla, cuando —acomodándome apenas en la fama que dan los créditos de autor en letras de molde—, me arriesgaba a irme en solitario hasta la caseta de una reina popular del barrio San Nicolás no más que por el prurito de sentirme querido por ella o hasta el barrio Las palmas, al baile de Gloria Baena, a quien, rendido ante su belleza, le descubrí en una cápsula informativa, que yo era ‘El monje’ de ‘El paredón’. Una de esas noches fue tal la borrachera alcanzada en esa casa que, hacia la media madrugada, salí de allí para caer dormido a mitad de cuadra. Gracias a la camisa de flores rojas que vestía pude ser rescatado por el papá de la soberana popular: hasta su casa habían ido a decirle, al alba, que yo debía estar muerto, porque mi camisa —mi camisa estampada con grandes flores rojas— estaba “toda ensangrentada”. La experiencia en el barrio San Nicolas la viví cuando hacia mis pininos en Diario del Caribe y la del barrio de Gloria Baena, cuando ya era coordinador de redacción de El Heraldo.
¡Ah!, esos bailes organizados por vecinos de la cuadra o las verbenas de reinas populares, soberanas de barrios, candidatas al reinado popular o al título de reina de reinas, que eran furor en noches de viernes o de sábado o al mediodía de los domingos de pre-temporada: esas semanas unas veces largas, las otras cortas, que anteceden la saltarina fecha del Carnaval, la cual llega de acuerdo con el modo en que se nos viene el comienzo de Cuaresma con el Miércoles de Ceniza, rito católico que no tiene fecha fija sino que es determinada por el calendario lunar, mismo que, cada año, fija la Pascua. Además de los bailes ya mencionados, frecuenté ‘Los macheteros’, ‘Polvorín en San José’, ‘Vente como quieras’, ‘Bailando te lo diré’, ‘El bambú’, en El Guásimo, y ‘A pleno sol’, que para tirar pases y embriagarme hasta perder los sentidos me alcanzaban las ganas y la vitalidad para hacer presencia rotativa en las casetas ‘La tremenda’, ‘La saporrita’ y el hotel ‘El prado’.

También me veo, domingo de Carnaval, haciéndole honor al bordillo, sentado en uno de esos sardineles de la carrera 44, jartando Ron Blanco y viendo pasar la Gran Parada. Revivo en el alma —por haber sido mi último Carnaval vivido— momentos de mi último bordillo, hace apenas ocho años, 25 de febrero de 2017, junto con Edgardo Caballero, pero ya en el Rumbódromo de la Vía 40 y durante la Batalla de Flores. De allí, Caballero y yo salimos a buscar sancocho de guandú con carné salá, de consumo impajaritable en tiempos de carnestolendas. A Caballero le había dado la pálida, tras el recorrido ida y vuelta de la Batalla de Flores y se moría de hambre. El guadú lo revivió. Y seguimos echando pa’lante.
Estoy dándole vida a lo que el tiempo ha dejado atrás y, a mis 7 años, escucho el lamento de papá —un genuino, pero moderado carnavalero— cuando siente el cosquilleo-raponazo que le sustrae su billetera del bolsillo izquerdo trasero de su pantalón. Impotente, nada puede hacer mi viejo para salir en persecución del ladrón porque está con gran parte de su prole y tiene que cuidarla: Ena, Maritza, Sol y yo, en el sector de ‘El boliche’ tomando el bus que ha de regresarnos a casa en Soledad —la casita de paja en la carretera—, tras haber asistido a la Batalla de Flores.
No puedo obviar —el pasado en presente, más allá de la memoria— revivir aquella media madrugada de Miércoles de Ceniza, rumbo a la aurora, y yo todavía tirando pases en la discoteca ‘El gusano’, de ‘El Turi’ Fernández con administración del amigo Betancur, en compañía de un combo fiestero entre quienes destacaban los hermanos Marenco Better, en especial Margarita, Nancy y Gilberto, el colega que cumple años el mismo día de mi cumpleaños. Me bailé a Nancy hasta más no poder.

Y cómo no volver a sentir la borrachera inmarcesible de una tarde de martes de Carnaval en el Coliseo Cubierto Humberto Perea cuando se escenificaba el Festival de Orquestas, a tal grado la intoxicación etílica y de embarradas de borracho que mis acompañantes tuvieron que sacarme casi muerto del escenario y llevarme a que me revivieran médicamente, de urgencia, en los servicios asistenciales que se ofrecían desde una ambulancia de la Cruz Roja apostada en los exteriores del escenario para atender casos de afectaciones a la salud en Carnaval. Una vez recuperado, volví a la juerga y seguí de largo hasta el Miércoles de Ceniza. Me dieron palo por la radio, pero yo me defendía escribiendo que la embarrada de Pedro Vengoechea —con foto en Barranquilla Gráfica— durmiendo su juma, tirado cuan largo y Torito era, en un gigantesco intersticio entre los cimientos del edificio de la vieja Gobernación sí era bien vista, mientras que la mía era censurable por las razones sociales que se daban.
Estando en martes de Joselito, vienen a mi memoria las vueltas que, carné de El Heraldo en mano, hice ante instancias policiales situadas en inmediaciones del estadio Romelio Martínez para sacar de la cárcel al acordeonero Emilianito Zuleta a quien, minutos antes, habían retenido tras decomisarle un revolver sin papeles. Emilianito salió —“gracias. muchas gracias”—, volvimos a donde estábamos, él siguió tocando al lado de Poncho en la caseta instalada en el parqueadero del estadio, se le dio cierre al Carnaval y nos fuimos hasta una casa cerca al tanque de las Delicias, a continuar con una rumba que, para mí, había de terminar la tarde-noche del jueves, segundo día de Cuaresma, cuando me escapé hasta mi Land Rover y enruté hacia mi casa en Soledad. ¿Cómo pude llegar, bueno y ‘sano’? Nunca lo supe, nunca lo sabré.
Y también en martes de Carnaval —año 1984— mi gesta de jurado imparcial decidiendo que Diomedes Díaz no se merecía el Congo de Oro para la modalidad vallenatos por cuanto repitió dos de las canciones que había interpretado el año anterior, cuando triunfó. Con el público y gran parte de jurado a favor de ‘El cacique de La Junta’ hice el movimiento correcto con las paletas que marcan el puntaje y, cuando se sumaron, resultó ganador Jorge Oñate. Para evitar ser agredido por una fanaticada inconforme, rugiente y amenazante, me despojé a las volandas de la camiseta amarilla que identificaba a los jurados, salí a las carreras del coliseo, agarré el primer taxi que pasó por allí y fui a dar a casa de mi novia Luz Amparo. La noche apenas era virgen.
Y cómo olvidarme del Congo de Oro-Prensa que gané en uno de esos años del segundo quinquenio de los 70, logro que el jefe de redacción Gossain —de quien era su asistente— desplegó a seis columnas abriendo primera página cuando los periódicos eran de ocho columnas. Y recuerdo que en premiaciones de Carnaval obtuve no solo Congo de Oro, sino también Tambor de Plata al año siguiente.
Resulta imposible no mencionar la urticaria que —solo por llenar su espacio radial echando vainas, como solía hacerlo él—, produjo en el Gran Edgar Perea Arias aquel reconocimiento que me hicieron los mandamases organizadores del Carnaval de entonces y el tremendo ramalazo con que el caricaturista Enrique Loheste calló la boca al narrador por medio de sus ‘Hechos eh broma’ del sábado siguiente: en torno a la imagen del momento en que me entregaron el trofeo, un texto inolvidable: “Congo es congo… ¡Lo demás es ‘marimonda’!”. Y ese marimonda tenía connotación física.

Y me veo frente a la máquina de escribir Remington, en el cubículo de vidrio y madera de la jefatura de redacción que heredé de Gossain, en el segundo nivel de El Heraldo de la Calle Real, rodeado de las 5 mil cartas que me enviaron lectoras y lectores de la exitosa columna ‘Al Oído…’ optando, en previos del Carnaval, a las camisetas ‘Ep-Al Oído…’, inicialmente 600, semanas después 1000 y finalmente 1300, muchas de las cuales desfilaron en noche de Guacherna y en los otros eventos del jolgorio barranquillero… Una interacción cronista-lectores que precipitó la recomendación de alguien que, aunque ya no era de la planta del periódico, seguía hablándole al oído al director y le dijo que no se podía seguir permitiendo que ‘Al Oído…’ se constituyera en “un periodiquito dentro del periódico”. Y así se dio la suspensión definitiva de la recordada columna. Invocación de la memoria, tal cual me lo contó una escucha de la conversación, testigo auditiva, tras bambalinas, de la trama.
Ah, remembranzas profundamente acariciadas durante las frías madrugadas bogotanas de estos sábado y domingo de Carnaval: 3 y 4 de febrero de 2025 —robándole horas al sueño de un empedernido noctámbulo—, agazapado no solo tras el telón para la proyección de una película de evocaciones que no deja de rodar, sino también de las pantallas del computador ASUS y la alterna Samnsung, garrapateando lo que me muestran las imágenes intangibles que ruedan sin parar por entre mis ya desgastadas neuronas, convencido de que no hay sombras entre tales imágenes.
Nota: Puede que haya fotos de varios de los pasajes carnavaléricos presentados en estas reminiscencias, pero el álbum familiar en que se archivan está refundido, quién sabe adónde, entre las vicisitudes que traen consigo los trasladados de residencia, en especial de ciudad a ciudad, del plano al altiplano. Razón más que suficiente para que basten y sobren las imágenes intangibles proyectadas.