Superstición

Superstición

Relato de Carlos David Rocha: ‘Las cosas que no se ven’… Una criatura alada, un testigo solitario y el peso del descrédito. La incertidumbre, más aterradora que el espanto mismo.

RELATO

Las cosas que no se ven

Carlos David Rocha

Cada día me pierdo más en la incertidumbre. Confieso algo: aunque diga que no creo en espantos, no dejo de ser supersticioso.

Cuando algo me sale mal —o algo relacionado con ello—, lo desecho sin pensarlo dos veces: la ropa, la comida, el lugar, incluso las personas. No puedo dormir del lado izquierdo de la cama; y cuando Carmen no está, jamás invado su lado, como si allí estuviera aún su presencia, o su sombra. Las corbatas que he usado en audiencias que no salieron bien, quedan condenadas al fondo del armario, como si la energía de lo uno estuviera ligada a lo otro. En fin, un supersticioso. No hay otra palabra.

Hoy en día cuesta que la gente crea lo que ve; imagínese creer en lo que no se ve.

Recuerdo que hace unos días, estando con mi sobrino César, conversábamos al final de una jornada bajo un sol inclemente, haciendo cuentas alegres sobre el negocio de siembra de bocachico que habíamos iniciado meses atrás. Los peces, en honor a la verdad, no habían crecido más que una falange, pero él, con su optimismo inquebrantable, insistía en que en poco tiempo cosecharíamos lo suficiente para salir adelante y proyectarnos como grandes empresarios. Todo eso, claro, más por las fantasiosas cuentas del comerciante principiante que por la realidad concreta —sobre todo si el cuidador decidía reclamar todas sus prestaciones laborales y nos tocaba pagarle entregándole los pescados todavía en el agua.

Sentados en el patio de la casa de un familiar —quien muy generosamente nos había prestado el lugar para pasar las dos noches que estaríamos en el pueblo— mirábamos al infinito mientras sonaba un viejo vallenato y compartíamos una cerveza fría. Fue entonces cuando algo me llamó la atención. Me levanté de la silla de un brinco, señalé con el dedo hacia el árbol del fondo y le dije que acababa de ver algo extraño.

Él, desde la comodidad de su certeza académica —esa que todo lo explica y todo lo descarta—, me aplicó sin miramientos la teoría del descrédito al ingenuo: ese que ve cosas porque no ha terminado de comprender cómo funciona, en rigor, el mundo. Según él, lo mío no era más que producto del cansancio, de la sugestión o, peor aún, de esa necesidad tan humana de hallar sentido en donde no lo hay.

Al día siguiente, mi hermano Jorge —que tiene su consultorio en el pueblo—, al oírme contar la historia, adoptó una postura práctica, casi clínica: me haría un “examen completo”. Me revisó de pies a cabeza, me puso en cuclillas, me sentó de frente y de medio lado, me hizo girar el cuello y estirar los brazos, sacar la lengua, decir el famoso “treinta y tres” con el estetoscopio en la espalda, y repetir la clásica orden: respira, exhala; respira, exhala. En un momento, sacó un aparato con el que, sin previo aviso, me espepitó los ojos, como queriendo asomarse por las pupilas para ver las líneas de mi cerebro, las grietas, las telarañas o, quizá, la ubicación exacta de mi delirio. Luego, para completar su revisión, sacó el ecógrafo —sí, ese mismo que usan con las mujeres embarazadas— y empezó a empujarme la barriga con una crema amarilla y fría, como si estuviera buscando alguna anomalía escondida entre los órganos, algo que explicara lo inexplicable. Todo mientras soltaba anécdotas graciosas, con ese humor de médico que intenta tranquilizar al paciente… o camuflar su propia incredulidad.

Yo, mientras tanto, solo pensaba que más que descartar un mal físico, lo que de verdad buscaba era encontrar en mí la semilla de una locura que diera sentido a lo que le contaba.

Mi señora, en cambio, me escuchó… o mejor, oyó un ruido de palabras que brotaban de mí, ese día en que, cansado de arrancar unas matas de yuca en Marialabaja, y fatigado por el sol, vi —o creí ver— unas alas que subían por un árbol, alas que al moverse opacaban la luz. Luego, ese algo caminó sobre el techo, como para terminar de asustarme. El perro criollo que estaba conmigo también lo sintió. Lo sé. Lo vi temblar, lo vi mirar al mismo lugar que yo.

Cuando uno ve algo que según nadie más ha visto, le nace una especie de particularidad. Como si cargara con un don. Así empezó la historia de los que vieron el manto con la imagen de Jesús, o aquella señora que juraba haberlo visto en la sombra torcida de un palo de guácimo. Y entonces vino la peregrinación con todo: la gente se arrodillaba ante la silueta, se santiguaban, lloraban. La señora, visionaria o comerciante, terminó volviéndose millonaria vendiendo minutos de sombra, como si se tratara de tiempo sagrado.

Pero no todos los que ven tienen esa suerte.

Cuando lo que uno ve no encaja con la fe popular, ni con el comercio de lo milagroso, entonces la cosa se le voltea. Porque el problema deja de ser lo que uno vio, y pasa a ser uno. Uno se vuelve el problema. Ya no importa si había alas subiendo por el árbol o un ruido en el techo que el perro también escuchó. El foco se cambia: ya no es el acontecimiento, es el testigo. Y entonces lo miran con cara de raro, como si en vez de ojos tuviera espejismos.

Entonces, buscando alivio, acudí a Lilia, mi prima cercana. Con ella comparto el gusto por la literatura, el arte y esas conversaciones que pueden durar horas, saltando del amor a la política, de los dolores del cuerpo a los fantasmas de la infancia. Pensé que, al menos, ella me escucharía. Pero no. Me respondió con ese tono racional, implacable, como quien espanta moscas con el pañuelo: que no creía en nada, y menos en aparatos. Que no le interesaba el tema —me dijo crudo en un mensaje—. Que a cualquiera le puede pasar. Eso sí —como quien se desdice sin querer—, me contó historias de ciertas brujas provincianas, aunque no las llamó brujas. Eran más bien asesoras espirituales, muy bien presentadas, perfumadas con esencias finas, capaces de evitar o provocar el mal de ojo, la rasquiña, el abandono amoroso o incluso apropiarse del cariño ajeno. Tanto poder tenían —me dijo— que decían en el pueblo que una de ellas aseguró haber embrujado a una señora sin que esta lo notara jamás, porque le había depositado la pócima debajo de la cama… y estaba segura de que nunca la descubriría, ya que aquella mujer —“jamás barría debajo de la cama”.

Sin embargo, algo quedó resonando en ella. Tal vez no en el corazón, pero sí en su biblioteca. Me dijo que no me tomaría en serio, pero que podía enviarme historias sobre el tema. Y eso hizo. A los pocos días me mandó un cuento de Antón Chéjov, llamado Los nervios. Lo leí sin muchas ganas, pero una frase me hizo detenerme: “No son los muertos los que asustan; es la incertidumbre”.

Esa frase me empujó, como un pequeño empellón invisible, a empezar a escribir a mi manera. No para convencer a nadie, sino para quejarme. Para dejar constancia de que yo vi algo, aunque no sepa bien qué. Que no se diga que me lo tragué como si no hubiera pasado.

Ahí comprendí que no era lo que vi lo que realmente me asustaba, sino que nadie me creyera. El verdadero espanto no estaba en aquella criatura alada que, como un mico, se trepó en un abrir y cerrar de ojos a un árbol, oscureciendo la luz con sus alas enormes —con una agilidad tan sobrenatural como burlona—, sino en lo que vino después: el silencio incómodo, el descrédito sutil, las risas contenidas, esas miradas que no dicen nada, pero lo dicen todo: “este ya se nos fue”. Como si fuera la edad —los sesenta y tantos— la que empieza a cobrarse sus cuotas, y uno, para no parecer la parlanchina, repitiendo lo mismo de adelante para atrás y de atrás para adelante, se inventara cosas nuevas solo para no perder vigencia. Para seguir siendo escuchado, aunque sea a través del absurdo.